Hay personas que se pasan la vida quejándose, que siempre están incómodas con lo que tienen y nunca son felices. Parecen enfadadas con el mundo, rencorosas. Las palabras brotan de su boca como escupitajos dirigidos al cielo. Este arquetipo de persona, tan abundante, que se pasa los años en una continua insatisfacción exteriorizada en gestos, palabras y estados de ánimo, es lo que llamo «el quejoso».
El quejoso es un tipo peculiar. Tiene muchas cosas pero ninguna le es suficiente. Y no creáis que se callará cuando logre acaparar más cosas; tan pronto como adquiere algo nuevo, comienza a olvidarlo, o la mayor parte de las veces a minusvalorarlo. Es un eterno decepcionado. Un eterno frustrado. No creáis que va a cambiar, por mucho que logre.
Siente que pudo haber llegado más alto, que pudo haber sido más, pero en algún momento del pasado hizo una elección equivocada. Y desde entonces viene echando las culpas al mundo. La culpa siempre es de los demás. Él esconde la cabeza bajo el suelo de su propio autodesprecio y de su propio miedo, y se niega a reconocer que él fue el único responsable de su error. Para conservar el poco de cordura que cree que le resta (cobardía que él confunde con cordura), ha creado toda una serie de acusaciones que repite como mantras, ritos salvadores que le protegen de la verdad, siempre temible, siempre demoníaca. Pues la verdad es tan solo una visión de la realidad para el quejoso. Una visión que se puede olvidar, que se puede desechar y no regresar jamás.
El quejoso vive inmerso, así, en un mundo de fantasía, en el que cualquier teoría extraña es posible y tiene encaje, con tal que en ella el quejoso resulte ser la víctima propiciatoria e inocente. Una mera coincidencia puede convertirse en la clave de todo. Un personaje desconocido puede ser el cerebro detrás de todo. Por debajo de lo que vemos hay quizás todo un mundo invisible, cuyos códigos no comprendemos. Al quejoso le encanta las teorías de la conspiración, porque son irrebatibles y permiten ser desconfiado con todo el mundo y sentirse inocente. Los poderosos siempre tienen razones malvadas para mantener un gran engaño colectivo, que ha sido descubierto pero del que nadie logra liberarse. Los demás albergan intenciones ocultas contra él y tienen planes que ponen en práctica de forma metódica, concentrada e implacable. La suerte le esquiva porque hay quienes saben manejarla a su antojo. La sociedad en su conjunto lo traiciona y abusa de él porque no saben apreciar sus extraordinarias dotes.
El quejoso siempre está de mal humor, incluso cuando está de buen humor. No es que esté triste, es que se encuentra cómodo en el mal humor. Es su estado preferido, porque le permite ser el centro de atención, porque le asegura cargarse de razones contra el resto del mundo, que seguramente reaccionará con disgusto ante su continuo mal genio, y porque esta postura es tremendamente efectiva para lograr lo que verdaderamente le interesa y le produce placer: hacerse la víctima injustamente tratada.
El quejoso es una rémora, una sanguijuela, una tenia intestinal, un chupóptero de la sociedad, dispuesto a arrebatar la sangre, la ilusión, la alegría, la emoción, los sueños y el buen humor a cuantos se acerquen a él, viviendo a costa de sus vidas, riendo a costa de sus risas, hasta que ya no quede nada de lo que alimentarse, gordo de desprecio, reventando de acidez y mordacidaz, harto de insatisfacción. El quejoso no quiere ser otra cosa más que quejoso, porque siempre estará cómodo como vampiro del alma de los otros. ¡Es tan fácil ser un huésped en la vida de los demás, y no construir nunca nada propio, ni hacer nada que valga la pena por uno mismo, ni preocuparse por aportar nada al mundo que no haya sido aportado antes! ¿Para qué cambiar? No merece la pena el esfuerzo.
Al quejoso todo le parece mal y tiene una norma muy sesuda y sagrada para todo… especialmente si lo hacen los demás. Si él no inventó la palabra «pecado» (cosa que le molesta, porque es el único logro que le gustaría haber acaparado), tampoco le hace falta, porque la usa como si fuera suya. Bueno, veréis, pecado, inmoralidad, injusticia social, desigualdad, discriminación… llamadlo como queráis. Hay quejosos de todas las patas ideológicas. En todas las casas cuecen habas.
El quejoso no está lejos ni está escondido. El quejoso es más abundante de lo que crees. El quejoso es muy familiar. ¿Sabes por qué?
Pues porque…
El quejoso eres tú, y tú, y tú… Lees esto y te extrañas. Pero yo lo veo claro. ¿Por qué tú? Porque haces esto o aquello, o lees, o miras la televisión, o te vas a trabajar… y dices: «esto no está bien»; y también: «habría que hacer esto o aquello». Pero no haces nada. No das todo lo que tienes nunca. No te mueves. Te conformas con cualquier cosa. Te adaptas al entorno, sin pretender cambiarlo de verdad. Te lamentas y puede que hasta llores (sobre todo por seres no humanos o por seres humanos que están muy lejos), pero nunca das un paso al frente. Y si alguien lo hace (como yo, que escribo con todo lo que soy, con el cuerpo y el con el alma), lo miras de lejos y no te comprometes. Dejas solos a los buenos, y luego te lamentas de que ganen los malos. Y te quedas quieto, con tus buenos sentimientos, pero parado.
Lo siento, pero ya es hora de crezcas. Mientras tanto, llévate tus quejas a otro sitio. Pero si estás de acuerdo y quieres crecer, no vengas a darme lecciones que no necesito. Levántate, alza el rostro, apóyame de una puta vez. Y hazlo con hechos, no con palabras. ¿Qué vas a hacer hoy para cambiar tu vida? ¿O te vas a seguir quejando?