Hoy que es un día señalado en calendario, primer día de este nuevo año 2020, quiero felicitaros a todos y desearos lo mejor. Mi regalo para todos vosotros es un nuevo extracto de mi nuevo manuscrito, LA CANCIÓN ETERNA, cuya primera parte, como sabéis si habéis visto mis últimos vídeos, saldrá muy pronto a las librerías. Honestamente, os deseo que este 2020 sea un año lleno de éxitos, de buenas noticias, de luz, de literatura y de amor. Espero que os guste este nuevo extracto de LA CANCIÓN ETERNA…

«- ¿Ha pasado algo? –preguntó Tunher mientras les daba la bienvenida-. ¿Por qué habéis tardado tanto? Y, sobre todo, ¿por qué volvéis juntos? Os envié por separado en direcciones opuestas.
Ellos se miraron un momento, dudando.
– Perdona, capitán –dijo uno de ellos, bajando del caballo-. Pero no es fácil relatar las visiones espeluznantes que hemos contemplado. En cuanto a la razón por la que volvemos juntos, todo se te explicará, capitán.
– Partimos cada uno según nos indicaste –dijo el otro explorador-. Personalmente, recorrí la senda que se veía desde la playa, muy despacio, para no caer del acantilado, que se iba elevando más y más conforme me alejaba. Al mismo tiempo, el bosque se acercaba al borde del precipicio. Tanto es así, que pronto, cuando ya había perdido de vista la playa a mis espaldas, me vi forzado a caminar entre los árboles, llevando a mi caballo de la brida, tratando de no alejarme del acantilado, pero con mucho temor de verme sorprendido repentinamente por una grieta, un pozo de tierra desprendida o una falla cubierta de ramas secas. Pero nada de eso ocurrió. En su lugar, el bosque se fue abriendo paulatinamente y el suelo comenzó a descender, primero en ligera pendiente, después de forma abrupta. Pronto me vi corriendo cuesta abajo, sujetándome a mi montura para no rodar. Al fondo, me esperaba una estrecha franja cubierta de agua, por lo que temí ir a dar directamente a los dientes de los tiburones. Tironeando fuertemente, logré aminorar el paso, pero de pronto mi caballo tropezó y cayó, arrastrándose consigo. Rodé, y antes de darme cuenta caí al agua. Aterrado, luché y traté de salir a flote, sin darme cuenta de que allí no habría más de un pie de profundidad, y que no podía ser alcanzado por las bestias. Por fin, me levanté, aún asustado, tomé mi caballo y pasé deprisa al otro lado. Justo en aquel instante, hallándome ya a salvo, un enorme tiburón emergió de un sorprendente salto, y durante un segundo vi todo su cuerpo fuera del agua. Su lomo oscuro contrastaba con su vientre gris, casi blanquecino. Las gotas salpicaron todo mi cuerpo y el de mi montura. Corrí ciegamente durante un par de minutos, tratando de no mirar atrás. No me percataba, pero corría el peligro de arrimarme insensatamente a la costa. Por fortuna, mi caballo sabe más que yo y lo evitó. Cuando me serené, me detuve y miré a mi alrededor. Me hallaba lejos del vado, al que no me atrevía a volver. Decidido a seguir adelante, traté de ponerme en situación. La orilla del mar parecía curvarse lentamente hacia el este, como si de un lago ancho se tratara. A mi derecha, una pradera cubierta de pastos y pantanos se extendía durante varios kilómetros. Y al norte podía verse de nuevo el bosque. Tras él, las montañas, altas y nevadas. Me dije que sólo tenía un camino: continuar hacia adelante. Pero hacia dónde me llevaría mi travesía y cómo haría para retornar al campamento, si no hallaba otro modo de resolver la cuestión, no lo sabía. Así que me puse en marcha, despacio, vigilando mis pasos. En algunos puntos, los pantanos se acercaban tanto a la orilla del lago, que tan sólo unos diez o quince metros los separaban. Y aunque daba la impresión de que era posible caminar por los senderos que cruzaban los pantanos, sospechaba que en algún lugar me encontraba otro peligro inesperado. Procuré mantenerme equidistante. Así pasaron dos horas. De vez en cuando, me sobresaltaba por algún chapoteo que viniera de las aguas, pero no quería mirar. Pero poco a poco comprobé que me acercaba a un curioso lugar: otra gran superficie de agua apareció al norte, y su orilla se fue acercando conforme mi caballo avanzaba, hasta aproximarse tanto que me hallaba cabalgando por un estrecho entre dos mares. Unas enormes sombras iban perfilándose sobre las ondas mientras me acercaba: ¡barcos, capitán! Barcos abandonados. Barcos grandes como palacios flotantes con los costados abiertos, rotos, tendidos sobre el agua, sacando parte de sí a la luz del día, esqueletos horribles de lo que un día fueron quizá hermosos navíos. Y al acercarme, mi corazón sufrió un sobresalto porque, todavía borroso, vi a un jinete que venía hacia mí. El resto, que lo cuente él…
El soldado se calló y miró a su compañero. Tunher hizo lo mismo. Enseguida, el compañero comenzó su relato:
– Yo partí del campamento con la intención de cumplir vuestras órdenes, capitán, lo mismo que éste. Y lo mismo que él, me encontré con que, pronto, la senda que se veía tan clara desde la playa se perdía entre los arbustos y los árboles que se acercaban hasta el acantilado, como si quisieran sentir la brisa del mar en sus hojas. El acantilado era bastante alto, y no hubiera sobrevivido a una caída. Las rocas salpicaban el fondo, que era sacudido violentamente por las olas cargadas de espuma. Continué por el bosque, sin alejarme del borde del precipicio. El suelo era firme y llano. Los arbustos entre los árboles, escasos. Los árboles, altos y esbeltos. Recorridas unas veinte millas, comencé a descender suavemente, hasta que, sin darme apenas cuenta, vi que las orillas del lago se estrechaban hasta formar un embudo, quedando ambos lados a unos cincuenta metros. Aún no estaba al nivel del agua, sino sobre un acantilado algo más bajo. Del otro lado, un talud semejante impedía toda posibilidad de superar a nado la distancia. Pero entre uno y otro borde había un puente de piedra, toscamente labrado, de un solo ojo, sin parapeto ni barandilla, estrecho, ligeramente convexo, cuyo piso llegaba a elevarse a una cercana a los treinta metros. Se me ocurrió mirar hacia abajo: ni rastro de los tiburones. Me aproximé al puente y descendí de mi caballo. Sabía que debía probar si el puente resistiría el paso de un animal y un hombre, pero vos recordaréis que tengo vértigo. Dejé a mi caballo en amarrado a un árbol próximo. Emprendí el camino muy despacio, pues cada paso que daba me pesaba como un mundo. Traté de no pensar en la caída y de afirmarme bien al suelo, de mantener el equilibrio. Pronto me vi andando a gatas. ¡Hasta eso llegué a hacer! Rezaba para no pensar. Cerraba los ojos cuando avanzaba, por si el puente se rompía. Imaginaba que así no vería cómo me precipitaba hacia el abismo líquido donde seguramente esos monstruos darían buena cuenta de mí. Pero pasé. Alcancé el final del puente, y me vi de pronto en tierra firme, seguro y aliviado. Ahora tengo que volver, pensé. No podía dejar a mi caballo allí atado. Tanto para seguir adelante como para retornar aquí lo necesitaba. Y si lo dejaba allí, se moriría de hambre y de sed, o algún depredador del bosque se lo cenaría. Y es un buen animal, capitán. Además, el puente había soportado mi peso, pero si queríamos pasar todos por él, era preciso comprobar si soportaría el peso de un caballo y un jinete. Así que volví por él, a gatas. ¡Es terrible recorrer cincuenta metros a gatas colgado del aire, mi capitán! Mi caballo me esperaba tranquilo, pastando de aquí y de allá en torno a su árbol. Para seguir adelante, perdonadme, pero agarré las riendas de mi caballo y me puse de nuevo a gatas… Sé que soy cobarde para las alturas, mi capitán. Mandadme si queréis a luchar contra dragones. Pero no a cruzar puentes. Por suerte, mi caballo es más valiente que yo. Pasamos. Cuando me hallaba ya a unos diez metros del borde, alejándome, un ruido acuático y un gruñido ahogado me hicieron volver la cabeza. Se me puso la piel de gallina y casi me caigo de mi silla, al ver cómo un gigantesco tiburón emergía del agua, impulsándose con su poderosa aleta y, dando un salto pasmoso, buscó con sus dentelladas el ojo del puente. No lo alcanzó por poco, podéis creerme. Y se precipitó de nuevo en la negrura de las aguas. Entonces puse al caballo a trotar y huí de aquel lugar, al que rogaba a los dioses no tener que regresar. A mi alrededor, lo que veía era muy curioso. Me encontraba en un brazo de tierra entre dos lagos o dos mares, no lo sé. Un brazo de tierra elevado que poco a poco descendía, kilómetro tras kilómetro. Cansado, más tarde del mediodía, divisé la playa de los barcos abandonados y a un jinete que venía en dirección opuesta. Temí que fuera algún enemigo, pero pronto reconocí a Radus, mi compañero. Nos abrazamos y nos contamos nuestras respectivas historias, empequeñecidos ante el impresionante espectáculo que contemplábamos.
Tunher interrumpió su informe:
– Venís hechos unos poetas. Demasiada palabrería para unos soldados. A ver, ¿cómo podemos seguir adelante?
– No lo sé –contestó Radus-. Se me ocurre que quizá sea posible cruzar los pantanos. ¿Qué opinas, Luin?
– Creo que no –respondió éste-. Capitán, entre los grandes barcos abandonados me pareció ver una pequeña embarcación en buen estado, atracada en una ensenada cercana. Sólo habría un problema: llegar hasta ella.
– ¿Cómo? ¿No está accesible desde tierra firme?
– No, mi capitán –dijo Luin-. Pero creo que será necesario adentrarse poco en el mar. Apenas unos ochenta o cien metros.
– Demasiados si hay tiburones –dijo Tunher-. De todas formas, antes tenemos que llegar hasta allí. Cada problema a su momento. Decidme, ¿cómo habéis vuelto?
– A eso puedo contestar yo, mi capitán –dijo Rodus-. Por nada del mundo volvería a pisar el vado por el que atravesé tras rodar ladera abajo. Además, recordaba que la pendiente de la colina era muy abrupta y el terreno, delicado; por lo que quizá no conseguiríamos coronarla. Por ello, convencí a Luin y decidimos volver cruzando el puente sobre el estrecho. Él tenía terror –dijo mirándole con una mueca de burla cariñosa-, pero le dije que era más fácil que se lo comieran por el otro lado, y no tuvo más remedio que acompañarme. En cuanto a mí, el vértigo no me afecta, y atravesé el puente al trote. Los caballos no pierden el equilibrio tan fácilmente como nosotros.
– ¿Volvisteis a ver tiburones?
– No a la vuelta, mi capitán.
– Bien –reflexionó un instante antes de continuar-. Guardad silencio sobre lo que me habéis contado. No quiero que nadie se asuste de antemano. Esta noche, ¡descansad! Mañana partiremos con las primeras luces y afrontaremos lo que venga. Buenas noches.
– Con su permiso, mi capitán.
– Buenas noches.
Se retiraron. Ya había oscurecido. La compañía descansaba inquieta, esperando las noticias que traían los exploradores, que sólo Tunher había escuchado. Y se revolvían en sus sacos, apretados en torno a las hogueras, tratando de conciliar un sueño en el que sólo había pesadillas dentadas.»