Nueva entrega de esta serie de relatos con temática bíblica. Gratis total para vosotros, mis lectores. Apoyadme con un like y compartiendo si queréis más. Tened en cuenta que esto es simplemente literatura, que es hijo de mi creatividad, y que he dedicado sus horas a crear algo solo para vosotros. Todo trabajo merece su salario, y yo lo único que os pido es que dejéis vuestro «me gusta». Pero es mucho más importante de lo que creéis, porque, como siempre os digo, la única manera que tengo de saber que estáis ahí y que os agrada mi relato es dejar vuestro click con un like. Hoy os traigo «ESAÚ».

ESAÚ
Sesenta años rondaba Isaac cuando tuvo a sus dos hijos. Muchos años quizá para otra persona, pero no para un patriarca… Y menos si la mujer del patriarca es estéril.
Puede que los planes de Dios no fueran que Esaú naciera primero. Porque Rebeca, la estéril y bella esposa de Isaac, no tuvo un hijo, sino dos. Y Jacob, el menor, ya agarraba a su hermano mayor del talón al abandonar el vientre de su madre. Quería ser el primogénito, el adelantado, pero por esta vez su hermano Esaú le ganó la partida. ¡Así son las cosas! ¿Quién sabe lo que hubiera sucedido si Jacob hubiera nacido antes?
Los dos hermanos mantuvieron una velada y perpetua contienda. “En tu seno hay dos naciones, dos pueblos”, le vaticinaron a su madre mientras los llevaba en su cuerpo. Rubio y velludo el mayor, Esaú, hombre agreste y cazador, arrogante y algo descreído. Es un líder, un hombre al que todos respetaban. Moreno el menor, apacible y hogareño, piadoso y bastante astuto, por otra parte. Cada uno más parecido a uno de sus progenitores y más amado por él. De Isaac el preferido Esaú era; Jacob, de Rebeca. Sin embargo, era Esaú el primogénito, quien heredaría por derecho los inmensos bienes de Isaac, sus ganados, sus siervos, sus tierras y, por supuesto, las promesas a su descendencia. Había nacido antes que su hermano, y eso, en las leyes del desierto, era tanto como constituirse en el legítimo jefe del clan.
Así al menos había de ser para los hombres, pero no para Dios.
Cierto día, Esaú había salido al campo. Volvía al atardecer exhausto. Vio a su hermano junto a su tienda preparando un guiso y el hambre invadió su cuerpo, acostumbrado a seguir sus impulsos más primarios sin freno alguno, dominante sobre su voluntad y sobre la de los demás. Pues Esaú era un hombre fuerte y por ello voraz, como todos los hombres fuertes.
– Dame de tu guiso –le exigió Esaú a Jacob.
Pero Jacob lo ignoraba. Agachado sobre su perol, sonreía. Viendo la ocasión que se le presentaba, pensó que debía aprovechar la jactancia de Esaú. Todavía después de tantos, seguía agarrando el talón de su hermano, como al nacer.
– A cambio de tu primogenitura –respondió Jacob.
¡Qué tontería!, debió de pensar Esaú. Aquello le molestaba. Pero, bien pensado, él era el mayor, había nacido antes del vientre de su madre, y nada podía cambiar eso. Las palabras no significan nada frente a las realidades, se dijo quizá sin darse cuenta. Además, él era hombre poco piadoso. Y ¿qué eran los juramentos para él? Podía hacerlos sin miedo a correr ningún riesgo, pues aquel Dios del que hablaba su padre se hallaba demasiado lejos y jamás había vuelto desde hacía muchos años. ¿Qué podía pasarle? Un buen plato de guiso bien valía una primogenitura… ¡Cuando estuviera satisfecho, se reiría de aquella estupidez y nada habría cambiado! Además, siempre cabía aducir que Jacob había pretendido engañarle. En última instancia, él era más fuerte y diestro con las armas que su hermano pequeño, y éste jamás se atrevería a ofenderle tratando de arrebatarle por la fuerza algo que era suyo de pleno derecho.
– Está bien –convino finalmente Esaú-. Mi primogenitura por un plato de tus lentejas. ¡Espero que valgan la pena!
– Júralo –le exigió Jacob.
Por un momento, Esaú vaciló. Finalmente, se rió de sí mismo y de sus palabras, a las que no se creía atado, y juró.
– Si eso te place… -dijo-. Juro que te vendo mi primogenitura por un plato de guiso caliente.
El cual comió y le supo a gloria.
Jacob, a su lado, comía también, agarrando siempre el talón de su hermano, un plato más pobre y una herencia más rico.
Así se desprendió Esaú, sin saberlo, del derecho que le correspondía por ser el hijo primogénito…
Pasaron los años. Esaú fue poco a poco haciéndose el verdadero guía de aquella pequeña tribu que significaba la gente que vivía bajo la propiedad de Isaac, el hijo de Abraham. Todos los veían ya como el sucesor del viejo patriarca. Casó con una hitita, y luego con otra. Se ve que era hombre gustoso de la guerra, puesto que los hititas tenían fama de guerreros implacables; y sus mujeres no les iban a la zaga. Dicen que estas mujeres supusieron desde entonces un verdadero y continuo disgusto para su suegro. Pero de eso mejor no hablar aquí.
Llegó, al fin, el momento en que Isaac notó que el Señor lo llamaba y la muerte se acercaba. Quiso bendecir a su hijo Esaú y transmitirle con su gesto y sus palabras todos los bienes y las personas que estaban bajo su manto. Lo llamó aparte, como los padres hacían con sus hijos mayores, y le pidió una sencilla tarea antes de otorgarle su bendición: ir a cazar una presa con que hacerle un guiso de esos que tanto le gustaban. Luego lo comería y le instituiría su heredero. Ya no recordaba Esaú que había vendido su derecho de primogenitura a su hermano menor…
Mas Jacob esperaba su oportunidad. Rebeca, su anciana madre, que lo tenía por hijo predilecto, también aguardaba el momento propicio para beneficiarlo. Cuando vio que Esaú salía de la tienda de Isaac, tramó una de las farsas más conocidas de la historia, por la que se demostró una vez más lo cierto de aquella sentencia que dice que “Dios escribe recto con renglones torcidos”. Porque Dios tenía escogido a Jacob como continuador de la promesa hecha a Abraham, y Rebeca fue su instrumento humano para lograrlo. Nadie puede entender los planes de Dios, aunque vistos siglos después parecen tan lógicos y al mismo tiempo divertidos que uno encuentra en la vanidad humana (y su falsa confianza en sus propias fuerzas y conocimientos) una razón más para no tomarnos demasiado en serio.
Así que allí estaba Jacob, dirigido por su anciana madre para que los ojos gastados de Isaac no pudieran distinguirlo de su hermano Esaú, más velludo y musculoso. Le puso sobre los brazos y el cuello el cuero de los cabritos, y Jacob preparó comida para su padre y se la hizo comer mientras Esaú estaba fuera, cazando, como siempre había hecho y como hizo hasta el fin. ¡Qué bien aprovechó Jacob aquel sencillo y misterioso arte de la cocina, que le ganó la primogenitura y la bendición de su moribundo padre! ¡Un cocinero para la descendencia de Abraham! ¡El Dios de Abraham prefirió a un cocinero antes que a un avezado cazador! Con esto, sin duda, la evolución del hombre dio un paso gigantesco y Dios nos evitó a nosotros continuar cazando aún para poder comer cada día…
Isaac, casi ciego y muy anciano, tomó a Jacob por su hijo Esaú, aunque dudó por un momento. Luego lo bendijo y le otorgó el mando sobre su familia, sus tierras, su ganado, sus siervos y hasta sobre su hermano mayor. La bendición de Abraham, que Dios le otorgara para su descendencia, caía ahora sobre el hijo menor de Isaac.
No bien había salido Jacob de la tienda de su padre, cuando Esaú volvió del campo, preparó el guiso ordenado y entró a suplicar al anciano recostado en su lecho. Replicóle éste que ya le había bendecido, creyendo que Jacob en lugar de Esaú retornaba a la tienda. Pero Esaú insistió, de lo que conoció entonces su padre que había sido objeto de engaño. ¿Quién podía haber hecho tal cosa? ¡Quién sino Jacob, el suplantador! Esaú le había vendido su primogenitura por un plato de lentejas en un acto de inconsciente dejadez y el hermano menor no había tardado en aprovechar su ventaja.
– ¡Con razón se llama Jacob! –exclamó furioso Esaú al conocer la trampa. Pues Jacob significa “el que el usurpa”-. Dos veces me ha suplantado: me quitó la primogenitura y ahora me ha quitado mi bendición.
Y bufando de ira y desconcierto suplicó a su padre:
– ¿No tienes otra bendición para mí?

Pero Isaac no tenía otra bendición… Son cosas que sólo se dan una vez. Sólo uno es el primogénito. Sólo uno, el heredero. Rompió a gritar Esaú, engañado, burlado por su propia vanidad y la astucia de su hermano. De tenerlo todo había pasado a no tener nada, a ser un despreciado, a vagar como Caín por el mundo desierto, a temer cada día y cada noche el asalto de las fieras o de los bandidos, sin familia, sin bienes, sin libertad. Sólo le quedaba someterse a su hermano como a su rey, o huir y vivir solo.
Se tendió de rodillas ante su padre. ¿De verdad no quedaba nada para él?
Isaac se compadeció de Esaú, y hasta de sí mismo, tratando de comprender cómo había podido suceder aquello, que parecía trastocar los planes de Dios. Le fue inspirada entonces una profecía para su hijo mayor:
– Vivirás de la espada y servirás a tu hermano. Mas cuando te revuelvas, romperás su yugo sobre tu cuello.
Y concluyó:
– Nada más puedo darte, hijo mío, ahora que he constituido a tu hermano en tu rey. Pues la herencia de Dios no puede dividirse. Pero consuélate. Él no te dejará abandonado…
¿Sólo eso? ¡Triste e insuficiente alivio para el arrogante Esaú!
Saliendo de la tienda de su padre, concibió un odio profundo hacia Jacob, y decidió darle muerte, pero no enseguida, sino cuando Isaac muriera. Mientras tanto viviría sometido a las leyes de su familia y de su mundo, obedeciendo a Jacob si fuera preciso, tramando males en su interior contra su hermano, y adelantando su hora fatal. Aunque por la boca suspiraba grandemente, como un toro enojado.
Rebeca oyó los gritos y los lamentos de Esaú, y temió que su fuerte carácter provocara una desgracia, y que con la espada traspasara el pecho de Jacob nada más verlo. Entonces la justicia mandaría condenar al propio Esaú por matar al hijo de su padre, y en un solo día perdería a los dos frutos de su vientre. ¡Su astucia se volvería entonces contra ella! Se llegó entonces a Jacob y le conminó a huir, a presentarse a su tío Labán. Con quejas y lágrimas le exhortó a marcharse cuanto antes, para que la cólera de Esaú no cayera sobre él si acaso sus pasiones desencadenadas le movían a cometer un crimen.
– Hasta que se apague el fuego de la ira entre vosotros… Quizá entonces el Señor muestre un nuevo camino para los dos -le dijo.
Difícil era prever cómo terminaría aquella estratagema. Jacob temió también la reacción de Esaú, pues conocía bien su fuerza y su ansia de violencia y sangre. Estaba hecho del pedernal, de las piedras que coronan los montes y se derrumban y aplastan cuanto queda debajo de ellas, sean hombres, bestias o árboles. Cedió entonces a la petición de su progenitora y se aprestó a huir, a obedecer las resoluciones de Rebeca, prudente y previsora.
Tomó, pues, la senda del desierto. Se detuvo en el límite del campamento. Cerrando los ojos dio un primer paso hacia lo desconocido… en aquel momento, sintió que estaba desnudo y vacío, y que si unos minutos antes había recibido la herencia de Isaac, ahora no poseía nada. Apesadumbrado y confuso, ordenó a sus piernas caminar sin saber bien en qué dirección.
Pero Dios tenía sus propios planes…
En el camino, Jacob se echó a dormir. Parecía un hombre sin esperanza. Un hombre no se deja caer en el desierto, expuesto a peligros y bestias, si no está totalmente desesperado. Era noche cerrada, en medio del hosco campo yermo. Allí recostó la cabeza sobre una piedra. Y se durmió profundamente.
Entonces los ángeles se le aparecieron en sueños, y Yahvé, el Dios de Abraham, de Isaac, le prometió la tierra en que se hallaba acostado. De esta manera, Jacob comprendió que la bendición de Isaac, su padre, se había trasladado a él para siempre y con todo derecho, y que el Señor de su padre y de su abuelo lo había tomado a él también como hijo, heredero y amigo.
Cuando se levantó, tenía el corazón animado y lleno de valor. Marchó sin descanso por medio del páramo inhóspito y llegó sin contratiempos a la casa de su tío Labán, donde encontró cama y quehacer durante muchos años.
Pero, ¿qué fue de Esaú?
Hay aquí una de esas historias personales cuyo desenvolvimiento con penoso esfuerzo puede llegar a vislumbrarse en su conjunto, y que sólo desde la suposición puede completarse.
Dominado por la furia, salió en busca de su hermano nada más enterarse de que había huido del campamento de su padre. Jacob le llevaba varias horas de ventaja, pero él era experto cazador, había recorrido muchas tierras, y no tardaría en encontrar las señales del paso de su torpe suplantador. El odio latía en su pecho con más fuerza que un trueno salido de la tierra y lo animaba a caminar más de prisa, a correr, a saltar, sin ver nada a su paso más que el rastro de la bestia que Jacob conducía.
Sin embargo, llegó la noche y aún no había dado alcance al fugitivo. Pensó en seguir, mas se hallaba tremendamente cansado y un terrible sopor lo invadía. Haciendo un incipiente fuego, se tumbó junto a él y el sueño cerró sus párpados. Aunque no lo sabía, apenas al otro lado de la loma se hallaba su hermano durmiendo recostado sobre una piedra. ¡Así son las curiosas escenas de la vida!
Entonces a Esaú también se le presentó un ángel en sueños, trayendo imágenes de guerra, de muerte, de sangre y sacrificio. Mujeres y niños yacían por las calles de los poblados de adobe y tiendas de campaña. Las bestias y caballerías se pudrían en los márgenes de los caminos y junto a las vegas de los ríos, colmados del rojo del líquido de la vida. Y guerreros de todo tipo, de toda raza, de toda condición, se mataban unos a otros en un campo de batalla muerto y gris, apilando los cadáveres hasta formar muros viscosos. Entre todos ellos, Esaú vio el cuerpo de su hermano, y no sintió gozo. A su lado, estaba el suyo propio…
Pero el ángel con un movimiento de su mano deshizo aquella imagen. Apareció entonces una nueva muy distinta, serena y familiar: su padre, sentado sobre una piel de cabra, con sus dos hijos en sus rodillas, jugando con ellos, contándoles historias a la luz de la hoguera de la tarde. Y vio a Jacob niño, abrazado a su hermano mayor, tomándole por el pecho, buscando en él protección ante las sombras de la noche, cuando su padre los despedía y ambos se dirigían a un rincón a dormir, junto a su madre y su nodriza.
Una voz resonó en su interior como un terremoto, áspera, pedregosa:
– Pero, ¿y mi bendición? ¿Y mi primogenitura?
Otra voz respondió en tono dulce, aunque duro:
– Deja a tu hermano ir. No temas, que yo te daré tu propio pueblo. ¿Es que no soy yo el dueño de los destinos del mundo? Vuelve a tu casa y cuida de tu padre. Cuando él muera, lo enterraréis juntos.
De pronto un haz de luz penetró en sus ojos, y abriéndolos contempló la aurora sonriente, adelantándose al día. El sol comenzaba a derramar sus dedos rosados sobre el mundo despoblado, y hasta los vientos despertaban.
Esaú se sentó. El hombre arrogante y agresivo que había sido hasta entonces se sintió desbaratado ante los recuerdos nocturnos, ante las visiones divinas e, inesperadamente, se puso a llorar, como si un torrente embalsado hubiera rebosado y se derramara con fuerza entre las peñas salientes de un acantilado. Los pensamientos se agolpaban a la puerta de su mente. Una nube oscura de odio cubría todavía su alma, pero algunos rayos de luz iban ya penetrando en su interior, dando a su espíritu un poco de color y ánimo. ¿De verdad todo aquello era obra de Yahvé? ¿Le había arrancado Yahvé la bendición y se la había otorgado a Jacob? Si era así, matar a su hermano sería un crimen horrendo que Yahvé castigaría en él y en su descendencia. Y seguramente supondría la muerte para Isaac, su querido y anciano padre. Esa era razón suficiente para abandonar aquella loca persecución y volver al hogar. Seguiría odiando a su hermano menor, al menos mientras el fuego de su furia se mantuviera ardiendo. Pero lo dejaría marchar… No quería matar a su padre de pena.
Esaú se secó las lágrimas, se irguió, tomó su cabalgadura y regresó a su campamento, sin saber que, en ese mismo instante, a muy poco camino de allí, apenas al pasar una colina que los separaba, Jacob se levantaba y erigía un altar a Yahvé en el lugar donde había reposado, solo en medio de aquella tierra inhóspita. Betel, lo llamó. Aún hoy perdura.
Y el hermano menor, que había nacido agarrado al talón de su hermano mayor, que había suplantado su primogenitura y su bendición, partió libre, porque su hermano había soltado, aunque lo tenía ya tan próximo, el cepo con que estaba a punto de cazarlo.
Jacob tomó el camino de la casa de su tío Labán. Y Esaú se volvió llorando a su padre Isaac, a vivir sin fortuna, ni bendición, ni herencia, ni promesas, pero con la dignidad del que ha comprendido y aceptado sus propios errores. Pues si algo podemos aprender de Esaú fue que no lo burló Jacob, sino que él mismo se engañó tomando por vanos sus propios juramentos.
