Este vulgar y sencillo poemita fue un regalo del aclamado poeta romántico Iulius De Vrier, barón de Riscots, a un escritor amigo suyo, cultivador del indigno arte del vodevil, de nombre Butts o Rutts, cuyas obras se han perdido, conservándose del mismo tan solo algunos retales y testimonios como éste. Este singular hallazgo se debió a que Butts guardaba el viejo y gastado papel donde De Vrier había escrito su poema en la parte interior de su billetera; y el doctor que certificó su muerte, cuando lo hallaron tirado en un charco de alcohol y sangre en una callejuela Arlington, Washington, lo extrajo y lo añadió a su colección personal. Es evidente que el dicho doctor era dado a sustraer «tesoros» de sus pacientes. Sin embargo, este feliz vicio nos ha permitido, andando el tiempo, analizar la firma que sigue al poema y comprobar que, en efecto, los garabatos son de puño y letra de De Vrier, cuyas obras no publicadas se valoran hoy en millones de dólares. Ésta, no siendo de las mejores, muestra hasta qué punto la tormentosa relación entre la Comtesse du Pont de la Mer y el enfermizo poeta ocupó sus pensamientos diarios y sus cotidianas preocupaciones.
Hubo una vez un poeta
que vagaba por el mundo
solitario y vagabundo.
Se topó con una estrella.
Por su brillo deslumbrado,
se creyó afortunado.
Se dijo ¡oh qué sorpresa!
Quizás yo tenga la fortuna
de haber hallado a mi musa.
Y luego le dijo a ella:
Quizás tú tengas la suerte
de vencer sobre la muerte.
Durante un tiempo la cosa
pareció que funcionaba.
Mas demasiado rogaba.
Poeta se fue cansando
de tantas vicisitudes,
negadas solicitudes.
Hasta que al fin aquel astro
le invitó a su morada,
pero la puerta cerrada
es lo que poeta halló.
La pobre tenía sueño.
¡Poeta tenía sueños!
El sueño venció a los sueños.
Poeta lloró en su coche.
Era de día y de noche.
En silencio y casi ciego,
regresó a su soledad,
esa implacable verdad.
El viejo poeta tonto
siempre creyó en las hadas.
Mas también las hay malvadas.
Hadas y ninfas que gozan
de visitas y de amores
de plebeyos y señores,
mas no saben entregarse
a un poeta delicado
que en el verso lleva el hado.
El astro no era una estrella,
sino un cometa errante.
De otros sería amante,
mas no del pobre poeta.
Éste se quedó tirado
en sus torrentes ahogado.
Mas ¡ay de la estrella errante!
Hoy brilla, pero pasará,
y nadie la recordará.
Él le había ofrecido
la inmortalidad del verso.
Ella nunca puso empeño.
Con palabras indolentes
a veces decía que sí,
mas sin dar nada de sí.
El poeta se afanaba
en lograr un movimiento.
Mas ella era un monumento
inamovible, una piedra,
un mmm, un pff, un quizás,
vale, bueno, ya me dirás…
Al fin todo terminó
como había de terminar.
Silencio, dolor… ya está.
¿Ya está? Sí, sí, ya está.
Da igual. Así es la vida.
Promete glorias, es mentira.
Aquí termina esta copla
del poeta enamorado,
con silencio contestado.
Un corazón quebrantado
sabe bien lo que se sufre
cuando el infernal azufre
del rechazo silencioso
se cuela por las cavernas
y te sube por las piernas,
y te llega a los pulmones:
el ansia te va invadiendo,
no quieres seguir viviendo.
Tal nos enseña la historia:
así pasan las estrellas,
así mueren los poetas.