Anoche tuve una pesadilla que no quiero ni nombrar ni describir. Temo que, dándole palabras que sirvan de soporte a su final, se haga realidad. Fue algo tétrico, apabullante, desastroso. Pero debí haberlo imaginado. La verdad es que me tiré media noche dando vueltas sin poder dormir. Yo presentía algo. Siempre me pasa: cuando va a suceder algo que me va a hacer sufrir, las noches son incómodas, guerreras, insoportables. Las horas pasan lentas como edades, los pensamientos regresan una y otra vez a oscuros túneles que atraen y repugnan como madrigueras de arañas; y el corazón se encuentra inquieto, removido, desconfiado, preguntándose vagamente cómo ha llegado a ese punto y qué puede hacer para cambiar lo que está por venir.
No puede, sin embargo. Solo puede mitigar el miedo y dispersar la atención hacia sueños menos vívidos y quizás más agradables, pero la batalla cae, una y otra vez, del lado del temor. Un temor que impide dormir. Impide pensar en otra cosa. Impide respirar.
Lo impresionante y desconcertante es que luego, al día siguiente… ocurre. El miedo a la amenaza desconocida se concreta en la amenaza misma, que no ves venir, que se planta de sopetón ante ti y te sacude, como si quisiera recordarte que ya lo sabías y que estabas avisado. Aquello que temías sucede, aunque antes no podías ponerle nombre. En mi caso, tiene que ver con mi trabajo y con un típico caso de sujeto con suerte pero que jamás tuvo la brillantez del buen estudiante ni la consistencia del estudioso. Lo suyo es, pura y simplemente, fortuna y algo de labia. Estos individuos suelen ser tiránicos con sus subordinados, especialmente cuando sienten que podrían ser mejores que ellos. Y si alguna vez otorgan un favor, lo hacen solo para luego echarlo en cara.
Esta fue mi cruz hoy. Tomada con resignación y dolor. Humillación, derrota y bronca, sin necesidad, sin justicia y sin oportunidad.
Antes, después de la madrugada de vigilia invencible, la pesadilla, como la prefiguración del mal, pero con otro rostro. Las pocas horas que conseguiste dormir fueron invadidas por un enemigo que procede de dentro y que te hizo estremecer. Ese enemigo lleva tu nombre.
Al final del día, cuando todo ha pasado, comprendes que no podías escapar de este torbellino, que está diseñado así porque así es la vida; que todos los hombres lo sienten, como un destino macabro y trágico del que es imposible escapar. Es una telaraña pegadiza que te atrapa, y la araña cuya morada habías contemplado con horror sale de ella y te arrastra hacia sus pinzas, y no puedes hacer nada, solo gritar y gritar.
Todas las vidas tienen días malos. Todas las vidas tienen caídas. Todas las vidas tienen dolor. Sin embargo, la vida del escritor es diferente, privilegiada, porque cuando las luces se apagan y las voces se detienen, y la memoria se aquieta, puede matar a esa araña que parecía inmensa, pero que, en realidad, es minúscula, con el simple movimiento de sus dedos sobre las teclas. Al expulsar de sí mismo el veneno del dolor y del miedo, opera una especie de medicina del alma, por la cual el cuerpo rejuvenece, el alma se fortalece y la humanidad se purifica y madura. De este modo, lo que en cualquier otro caso habría sido la experiencia olvidada de un hombre sin nombre ni pasado, se convierte en una enseñanza emocional para el género humano.
El escritor es un hacedor del futuro. Para esto lo eligieron los cielos. Y para esto le hacen pasar por las apreturas del aciago e insensible destino.