Siento la fuerza imparable de los años en mi cuerpo y en mi historia.
Veo unas viejas fotos. Yo era joven entonces, cuando ellas eran nuevas. Abríamos nuestro ser con la misma ilusión al mundo, que era desconocido y alegre para nosotros.
Pero hoy ellas son viejas y yo he cambiado. En cambio, ellas me ganan en algo: cuando yo ya no esté, quizás ellas aún puedan ser admiradas; y, aunque gastadas y difusas, quizás sigan mostrando lo que un día fui.

¿Dónde van las palabras que el escritor desecha y borra de su cuaderno? Se perderán quizá en el vacío del tiempo y nadie conocerá que un día, sencillamente, fueron… Pasarán, quizá, a formar parte de los recuerdos olvidados y compartirán la suerte de lo que pudo ser pero no fue…
¡Qué triste es el destino de las palabras inacabadas! ¡Qué pesado el castigo de los libros jamás escritos! Sólo te pido, oh Dios Eterno, que lleves mi vida al término de su perfección, y no permitas que permanezca al nivel de los sueños incumplidos y las frases desdeñadas.