«Cuando pienso en ello me estremezco,
un escalofrío toda mi carne recorre.
¿Por qué viven los malvados,
envejecen y sigue su vigor?
Su estirpe prospera en torno a ellos
y sus vástagos crecen a su vista.
En paz sus casas, nada temen;
la vara de Dios no les alcanza» (Job 21, 6-9)

Nos hemos puesto muy tremendos, bíblicos incluso, y con sangre en las manos… ¿Por qué? Porque hoy, más que nunca, siento que quiero (¡que debo incluso!) decir lo que voy a decir.
Muchos se preguntan para qué sirven ciertas «profesiones», como la de artista, la de músico, la de filósofo… También la de escritor. Hay personas sensatas y con sentido común que regañan a sus hijos si dicen que quieren dedicarse a alguna de estas, u otras parecidas. Y cuando algunos adultos les confiesan «soy historiador – soy bailarín – soy poeta», quizás por no discutir con ellos esas personas sensatas ponen mal gesto y miran para otro lado. Luego, cuando ya están en casa o con sus amigos, dicen que tales «aficiones» no producen nada «útil», nada valioso, mensurable, vendible en el mercado, nada físico, o al menos «visible». Dicen que no son ocupaciones de una persona digna y responsable. Dicen que los adultos que se dedican a ellas son solo parásitos que viven de lo que los demás producen con su trabajo. Dicen que con esas «cosas» no se puede ganar bien el pan. Incluso dicen que directamente no «sirven» para nada.
Puede que tengan razón… en parte.
Porque el escritor, lo mismo que el escultor, el bailarín, el violinista, el pintor o el pensador, el grafitero, el cantante, el fotógrafo… no producen nada «visible» (aunque muy visibles pueden ser sus obras), nada que pueda valorarse al peso, nada que pueda medirse con un metro; nada que, en definitiva, se pueda tratar como un mero producto; y desde luego nada que pueda ser reducido a una «actividad digna». En realidad, los que se dedican a la cultura y al espíritu están muy lejos de llevar a cabo una actividad digna. La dignidad está para otras cosas, no para la cultura ni para el espíritu. Por ejemplo, proteger a tu patria es una actividad digna. Pero pintar un cuadro (un bodegón, por ejemplo) no es ni digno ni indigno; simplemente es arte.
Pero yo no soy un pintor, sino un escritor. ¿Qué quiero decir?
¿Por qué he iniciado este artículo con una cita del Libro de Job? Porque creo que toca de una forma, no tangencial, sino íntegra, lo que ser escritor significa para mí. Y temo que mi visión de mi propia vocación choque frontalmente con las ideas que muchos tienen respecto de la literatura (y de otras formas narrativas en general). Voy a adelantar mi conclusión para que aquellos que no tengan deseos de leer esta el final: el escritor está llamado a hacer justicia. ¿De qué hablo? ¿De qué justicia se trata?

La justicia que solo la literatura puede ofrecer, sin medias verdades, sin juegos de palabras, sin disfraces ni tibiezas. Lo más parecido a la justicia divina, pero a lo humano.
Veréis, no quiero extenderme demasiado, para eso ya habrá tiempo, porque acaso cuando sea un hombre escriba todo un tratado al respecto. Seré conciso y quien quiera entender que entienda: el mundo está lleno de mal por todas partes, los malos suelen triunfar por encima de los buenos, a quienes se califica más bien de ingenuos y tontos. ¡Cuántos buenos tienen que terminar haciendo cosas que no deseaban para poder mejorar! Al final, también ellos acaban justificando lo que hicieron, incapaces de perdonarse. Primero se corrompe el corazón, luego se corrompe la mente, que decía Feuerbach. La ley, ese instrumento de contención del mal, está llena de agujeros por el que se cuelan los camellos, cuando no directamente ha sido elaborada precisamente por los malvados, con las galas de la bondad, pero con el veneno corriendo muy profundo, muy invisible, emponzoñándolo todo. La sociedad premia a los fuertes, que suelen hacer exactamente lo que les da la gana, pisoteando al débil, incluso convenciéndole de que es lo correcto. Los poderosos ejercen su poder sin restricción ni respeto mientras no se les ponga en su sitio con dolor y sufrimiento. Y las ideologías destruyen la mente de las masas, lanzándolas, por los toboganes de la propaganda, hacia el abismo de la esclavitud. ¿Y qué hacemos los escritores? Nada. Nada de nada.
No seamos vanidosos ni ofendiditos. No hacemos nada.
Que sí, venga, que escribimos libros, algunos incluso buenos libros; contamos historias de amor y desamor, o de terror, o de crímenes… pero no hacemos nada para cambiar las cosas. Para hacer justicia. Incluso muchas veces colaboramos directamente a este orden milenario de cosas, con nuestras ambigüedades morales.
¡Cuidado! Que yo no soy un marxista ni un revolucionario, ni soy un fascista ni un libertario, ni un anarquista, ni un nacionalista de una pequeña región, ni nada por el estilo. Tampoco defiendo que la literatura se ponga al servicio de tal o cual sistema político. En realidad, es algo mucho más profundo, más metafísico. Odio la violencia, salvo en los libros y en las buenas películas. Odio a la gente malvada, lo mismo que a los buenos que usan malos medios. Pero más odio a los buenos que se quedan de brazos cruzados. Y sí, hay muchos que se quedan de brazos cruzados.
Hay que cambiar el mundo para hacerlo mejor, por buenos medios. Hay que hacer justicia a los débiles, a los pobres, a los niños no nacidos, a los muertos injustamente, a los presos condenados sin pruebas, a los arruinados por la mentira, la estafa o el latrocinio, a los destruidos por las drogas, a los abandonados, a los arrinconados por ser diferentes, a los que fueron vencidos y nadie les ofreció una mano, a los que no tuvieron una segunda oportunidad… Hay que castigar a los malvados. Su castigo no puede esperar a la muerte. No quiero ser otro Job que se queje de tanta maldad y de que los malos prosperan sin temer a nada. ¡Quiero luchar!
¿Y qué podemos hacer los escritores? Hacer justicia con nuestras historias. Lo que hemos hecho durante siglos, y ahora hacemos mucho menos (se lleva eso de la ambigüedad). Que los buenos sean buenos y los malos, malos. Y que los buenos triunfen y los malos fracasen. Ya basta de grises, ya basta de tergiversar la bondad, ya basta de comprender, incluso disculpar, a los malvados; ya basta de medias tintas y de personajes con muchas facetas. Haced todas las facetas que queráis, pero haced justicia a los hombres de verdad con las historias sobre los hombres ficticios.
Mis héroes triunfarán. Mis villanos fracasarán. Mis amores fructificarán. Mis dolores serán curados. Y la aspiración a la eternidad será saciada de una u otra forma.
Esto es lo que siento que debo hacer como escritor por la humanidad, por mi prójimo, por mi sociedad. Es lo que siento. Es lo que soy.

¿En qué ayudará esto a los demás?
Dará fe a los que dudan.
Imbuirá sueños e ideales a los que están formándose.
Satisfará la necesidad de justicia que todos los hombres tienen en el profundo.
Educará a las generaciones del futuro.
Mantendrá y abanderará los valores morales más profundos, radicales y progresistas de todos, que son los que apuestan por la vida y la justicia, la esperanza, la libertad y el amor.
Creará nuevas figuras y héroes en los que fijarse y a los que imitar.
Enseñará a nuestros coetáneos que no están solos en sus aspiraciones de justicia, bondad y felicidad, y que los escritores no somos unos esnobs que vivimos de espaldas a la sociedad y a los sufrimientos de los hombres.
Y todo esto cambiará un mundo mucho más que construir una casa, cultivar una finca o tramitar una demanda judicial.
Porque los libros pueden cambiar el mundo de verdad. Si no creéis en eso, escritores, ¿por qué escribís?
Yo creo que un escritor es infinitamente más útil a la sociedad que ningún otro. El escritor (o escritores) de la Biblia ha hecho más por formar y reformar nuestro mundo y nuestra especie que ningún otro humano.