
«BJ se acercó a la cama y tomó la mano de la mujer. Estaba delgada y tibia. La mujer abrió con esfuerzo los ojos al sentir el contacto.
– Eneas… -dijo, confusa, casi en una súplica.
A BJ se le enterneció el alma y se le anegaron los ojos de pronto.
– Eneas -repitió la mujer-, mi Eneas, mi dulce Hermes. ¡Has venido! -su voz era apenas un hilo de aire-. Creía que ya no te vería más. Pero has venido a buscarme… Llévame contigo. No me dejes aquí. Me muero…
BJ quería hablarle, pero las palabras se atascaban en su boca. Instintivamente le acarició la frente. Ella trató de asirle y cuando alcanzó su mano se la colocó en la mejilla y se puso a llorar como un gatito recién nacido, con una dulzura y una tristeza inenarrables, casi sin energía, pero desprovistas de rabia; era el llanto del amor y la separación, mas no el de la desesperanza y la ira.
Y así, mientras ella sostenía su mano derecha contra su cara, e incluso trataba de vez en cuando de darle un beso, que el respirador dificultaba, se quedó dormida, quizás por efecto de los calmantes que le habían suministrado para paliar sus sufrimientos, diciendo, como una oración, con un sonido apenas audible, «Eneas, Eneas», a cada suspiro.
Entonces BJ le dejó la carta del magistrado entre las manos, y se marchó sin hacer ruido, mientras las lágrimas caían profusamente por su rostro.»
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