Y de la buena, además.

Ya está muy cerca Halloween. Para un hombre como yo, tradicional, esta fiesta es extraña y absurda. Siempre he preferido la antigua fiesta de Todos los Santos, junto con la familiar jornada de Todos los Fieles Difuntos, dispuesta en el calendario justo al día siguiente. Pero hoy, como escritor, vengo a hacer una encendida defensa de Halloween.
¿Por qué?
Porque Halloween es literatura. Todo lo que la rodea es narrativo. Es decir, todo lo que se ha montado alrededor de Halloween nació sobre las viejas leyendas (pónganle ustedes el nombre que quieran) que, en la noche de los tiempos, se forjaron con los miedos más cervales y atávicos, y se ha alimentado de ellos, en nuevas y modernas formas, desde que comenzó a expandirse en tierras anglosajonas y protestantes, para convertirse, finalmente, en esta pandemia del terror que nos hace vestirnos a todos de raras y estrambóticas formas, en una celebración de todo lo que debe ocultarse y, como mucho, combatirse: el dolor, la sangre derramada, el terror, la violencia, el visitante de ultratumba, el malvado que masacra sin freno, el caos que se impone sobre el orden, la inocencia arrumbada, la vida sesgada y, finalmente, la enfermedad y la muerte.
Halloween es una inmensa alucinación colectiva. La gente de pronto entra en trance, comienza a pensar en todo lo que debiera aterrarle, y lo hace con diversión, casi con delectación, como una sesión masoquista y psicopática con máscaras sonrientes. Todo gira en torno al «relato de terror», como fórmula mágica que atrae la atención, subyuga y espeluzna al mismo tiempo, en equivalencia psicotrópica al estado del gusano que se introdujera, curioso y estremecido, en el agujero tenebroso y mortal de la araña, que espera silenciosa y quieta, dispuesta a matar con la velocidad del relámpago y la inevitabilidad del tiempo.
¿Existiría Halloween sin el relato, sin la literatura, impregnando cada una de las manifestaciones de lo horripilante, en cualquiera de sus formas? Evidentemente, no. Halloween no solo no existiría sin la gran mentira colectiva de la leyenda que se cuenta infinidad de veces y que se asienta en la gran verdad de la muerte, sino que ella misma es literatura. Y, por eso mismo, es tan atractiva. Aquí está su contradictorio éxito: parece celebrar lo peor de la vida (su fin, y expresamente su doloroso fin), pero en realidad se basa en su pura y absoluta existencia, porque la literatura siempre afirma lo que niega, lo quiera o no. Negando la vida, la afirma. Celebrando la muerte, exalta la vida. Imaginando el dolor, idealiza el placer.
En realidad, todo en Halloween es relato. No existen las brujas, no existen los fantasmas (al menos, no como los imaginan las historias, seguramente); no existen las calabazas ni los esqueletos parlantes, no existen los hombres-lobo, no existen los zombis (y menos si llevan raquetas o bailan rumba), no existen los monstruos que hablan, no existe Drácula, no existe Frankenstein, no existe la Momia… La imaginación domina el mundo. La imaginación mueve el dinero. La imaginación se enseñorea de la sociedad, que gira en torno a sus peores pesadillas y las toma como son: pesadillas, y se ríe de ellas, y hace fiesta con ellas.
Y luego dicen que los libros ya no son importantes… Pero yo os digo: la literatura está tan intrincada y mezclada con nuestra vida, que ni siquiera nos damos cuenta. Está ahí, como la sangre en nuestras venas; y nadie puede arrancarla sin arrancarnos una parte de nuestro ser, y quizás provocarnos un dolor terrible. Y quizás incluso esto fuera en vano, puesto que, después de intentar arrebatárnosla, al final de todo, solo lograría instalar en su lugar otras historias, otros nombres y otros sueños. La literatura lo es todo, estamos hechos del tejido del que se tejen los sueños. Incluso puede que nosotros mismos no seamos sino parte de una inmensa historia imaginada por alguien mayor. ¿Quién sabe?
Para aportar mi granito de arena a esta universal celebración de lo profundo, lo sobrecogedor y lo grotesco, próximamente dejaré por aquí un cuento de terror. Espero que os guste.
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