Desde el borde del abismo y bajo la aurora boreal, el montañero cansado creyó escuchar una voz triste que decía:

No habrá más poesías ni noches de sonrisas silenciosas bajo las sábanas solitarias.
No habrá más abrazos lentos, no habrá miradas al alma, no habrá lágrimas dulces.
No habrá besos de viento ni aromas en las manos.
Solo habrá palabras comunes en lugares comunes.
Se esfumó el ángel, la aparición se ocultó, la noche se llevó las estrellas.
¿Hay redención posible cuando la divinidad misma se apaga?
Se han muerto mis referencias, se han desoxigenado mis pulmones, se han desmayado mis sentidos. He entrado en pérdida.
Oficialmente veréis mis sonrisa adornado la lápida muerta de mi rostro. Pero si destaparais la tapa del ataúd de mi pecho, solo veríais vacío, porque mi cuerpo se fue hace mucho tras un sueño, y mi alma ha emigrado más allá de la niebla, llevada por las hermanas de la pena, hadas extrañas cuyos poderes consisten en atravesar el cinturón maldito y penetrar en la isla misteriosa e invisible.
Hubo un tiempo en que creí que podía conquistar las cimas de la tierra, y desde ellas elevar mi voz tonante y cantar a las tormentas y enamorarlas, y suspender en sus furores una canción que llegara hasta los oídos de mi amada y arrobara su alma.
Pero morí de frío en las alturas. Y mi canción se perdió para siempre. Y los oídos de mi amada permanecieron cerrados.
No te pares, caminante, a contemplar mi estado ni te asomes a mi pozo. Sigue tu camino. Deja que los muertos lloren a sus muertos. Deja que mi canto se pierda en la tormenta y que jamás enamore sus furores. Nunca relates haber oído mis quejas. Nunca repitas su nombre, aunque las montañas proclamen el eco de sus letras y susurren «Ignis» en las largas noches de invierno.
Pero ya no habrás más poesías ni más miradas ni más abrazos.
Ya no volveré a postrarme ante ella como un monje ante el altar.
Ya no me arrancaré la imagen de su rostro en las largas noches de soledad.
Ya no hay más que un pozo inmenso e interminable, en las entrañas de la tierra, para recibir mi tristeza, por el que aún veo un diminuto y apagado punto de luz, lejano, extraño, desesperado.