De todas las cosas del mundo, todas cuantas pasan ante mí en las largas (¡qué cortas!) e incontables (¡qué escasas!) horas de mi vida, hay una sola que los hombres no han aprendido a atrapar y que a mí, sin embargo, me obsesiona.

Infinita es la lista de los misterios de la vida y de la muerte, y escasas las capacidades del hombre para enfrentarlos y descubrirlos…
El café entre mi manos frías por la mañana, junto a la ventana empañada; tu cuello desnudo, inmaculado y terso, a solo un beso de mí; el niño que ríe y balbucea, fresco y limpio; la campiña recién lavada por la lluvia de la tarde otoñal; el parto sangriento y la parturienta que grita entre el dolor y la alegría; mis dedos después de rozar tu pelo; la vieja y gastada ropa que mamá sacaba de la secadora, aún caliente; esos ojos de tierra y vino de mi perra cuando unimos nuestras frentes y nos miramos hasta el alma; el abrazo intenso y firme de mis hijos, abalanzándose hacia mí en una carrera como si no existiera nadie más en el mundo, y mi nariz hundiéndose en su pelo y en sus mejillas; la piel arrugada del anciano, y sus dudas, sus miedos, su soledad; mi camisa tras sentarme un rato a tu lado, juntos nuestros hombros; ese plato inesperado, esos churros de domingo, ese viejo libro cuyas páginas se abren para traer al presente cosas que ya fueron y cosas que serán…

¡Cuántas e increíbles maravillas, y no puedo atraparlas ni hacerme inmortal e invariable en ellas! Y, sin embargo, existe una radical y simplicísima belleza en estos efímeros instantes de éxtasis. Solo quien lo ha descubierto puede comprender la grandeza de la vida humana.

Todas estas maravillosas hebras del hilo de la vida tienen algo en común. Unas perduran más, otras menos, pero todas entran hasta lo profundo de ti y te hinchan como un globo que se elevara hasta la atmósfera con la energía de un cohete y que desapareciera de pronto, llevado por los vientos poderosos de tormentas invisibles.
¡Ojalá pudiera conservar todo lo que esos momentos, cosas y personas emanan, y volver a entrar en ello una y otra vez, aunque hubieran transcurrido años sin término! Ojalá pudiera volver a percibir esos olores. Porque son los olores de mi vida.
Y sobre todos ellos… tu aroma. Si pudiera conservar en mis manos tu aroma cada uno de los días que me quede por vivir, habría valido la pena nacer. Si pudiera hacerme enterrar en una cápsula que, como un gran bote de perfume, conservara tu aroma por los siglos de los siglos, con gusto acabaría fundiéndome con él y convirtiéndome yo también en puras partículas diminutas y olorosas, átomos de ti y de mí mezclados eternamente.

Alguien debe inventar un «recordador de olor», una «foto de aroma» a la que podamos regresar una y otra vez, y que nos traiga al presente, sentido, palpado, aquello que inundó nuestro cuerpo y nuestra mente. ¡Que lo inventen ya, por favor!
Mientras tanto, nos queda la literatura.
Por cierto, no sé si te lo había dicho, pero hueles a cielo.
Eres mi cielo.