Frente al océano inmenso, abandoné el camino por el que reptaba, y allí tomé asiento, sobre una piedra. Las horas pasaban despacio, y yo contemplaba las aguas, hipnotizado por su vaivén espumoso.
Allí, frente al mar sin límites, trataba de medir tu cercanía, pues te buscaba a ti, el Escondido, y la tierra entera había repudiado mi búsqueda.
Respiraba la brisa que llegaba de lejos y se perdía en las montañas. Me preguntaba si el rumor del mar era tu voz y me hablabas con un idioma que no entendía o si también de allí estabas ausente.
Allí, frente a aquel piélago, mientras miraba intenso el horizonte, tu mano me atrapó y quedé contenido en ella. Pero me asusté, me revolví con furia, y me soltaste un instante.
Allí, frente al mar sin límites, un huracán nacido de tu seno me envolvió. Fui invadido por tu potencia destructora. Lo que antes era selva se hizo desierto. Mi alma quedó desfigurada. Me sedujiste, y con un dedo me derrotaste por completo. ¡Hiciste de mí muerte!
Entonces, cuando había perdido por completo la esperanza de encontrarte, entendí que me había convertido en playa, y que tus olas me bañaban con delicadeza.