Lucía es mi hija. Tiene siete años.
A veces me deja sin palabras.
Ayer estaba yo escribiendo en el lugar habitual de mi casa. Concentrado, puerta cerrada, silencio. Llegó ella, entró con mucha seriedad y me dijo:
-Papá, te voy a hacer una pregunta.
-Dime, hija -respondí-. ¿Qué quieres?
-¿Tú por qué escribes? Esa es la pregunta que yo te quiero hacer.
Yo me quedé mirándola un segundo, pensando cómo explicárselo, pero cuando iba a hablar ella me cortó:
-Ya, ya sé lo que vas a decir. Escribes porque es parte de la vida. Por eso escribes -y sonrió con suficiencia y placer, abriendo los brazos en un gesto que indicaba que era todo perfectamente razonable y no debería ser necesario explicármelo.
No supe qué replicar inmediatamente. Al fin y al cabo, ella era la que había preguntado… Aun así, antes de que Lucía saliera de la habitación, la tomé en mis brazos y la senté en mis rodillas. Entonces le dije:
-¿A que tú cuando bailas o haces gimnasia sientes como si flotaras?
-Sí -me contestó con gesto de obviedad (uno más, los niños siempre lo ven todo muy claro).
-Pues lo mismo siento yo cuando escribo -concluí.
Ella me miró a los ojos satisfecha, saltó de mis rodillas con elegancia y se marchó dando saltitos por donde había venido. Y yo permanecí allí, sentado, absorto, impresionado, ebrio como un enamorado.
