
En lo más crudo del verano, caminábamos bajo la sombra cálida de un bosque de hayas y abedules, cansados y agostados nuestros odres, cuando a lo lejos vimos una casita en la ladera de una colina, apenas una choza que se elevaba a duras penas por encima de las vallas corroídas de madera que cercaban el escaso y fenecido huerto y las cochineras vacías. Todo daba la sensación de estar durmiendo o ser un cascarón sin vida, difícil de diferenciar.
Nosotros seguíamos a duras penas al Poeta loco, que enfilaba camino arriba, en dirección a la casita, con una energía inagotable, impropia de la tarde calurosa. Cuando el sendero pasó junto a la entrada principal de la pequeña parcela, el Poeta se detuvo y miró con atención hacia las ventanas cerradas. Mantuvimos un curioso silencio, aprovechando la mayor parte para tomar aire tras el inaudito y desaconsejable ascenso. Durante unos segundos, me di vuelta, apoyado a duras penas en mis rodillas, exhausto, buscando un aire que parecía abrasar mis pulmones, y desde allí vi un gran valle que se extendía a nuestros pies, y el tejado verde ceniciento del bosque, y contemplé la majestuosidad orgullosa de las montañas que marchaban hacia el mar al sur, encerrando el pequeño país que recorría el río de las Tiendas de las Llanuras.
El Poeta ya había traspasado la cerca cuando giré de nuevo el rostro. Esperamos, inmóviles, junto al camino, sin saber qué hacer. El Poeta nunca nos consultaba cuándo debía o no hacer algo, y a menudo actuaba como si no estuviéramos. A veces yo me preguntaba si era posible que, durante largos periodos, aquel hombre no viera otra cosa más que su propio interior, y que todo lo que le rodeaba desapareciera, sumido en la nebulosa de un sueño, a pesar de que podía interactuar con las cosas esparcidas por el entorno, pero solo como sombras sin relieve ni sustancia. En otras ocasiones, como había podido comprobar, aquel hombre no solo no percibía a nadie más que a sí mismo, lo que yo no llamaría orgullo, vanidad ni egoísmo, sino simple ensimismamiento, aunque está bien claro que un ensimismamiento de una naturaleza muy superior, o si se quiere más profunda, a ningún otro conocido; como digo, en otras ocasiones, aquel hombre no solo no percibía a nadie más que a sí mismo, sino que necesitaba que lo cuidaran para no rendirse inesperadamente al peligro o abalanzarse de frente sobre el daño.
Avisado por pasadas experiencias, salté la cerca y lo seguí a distancia, pero pidiendo a mis compañeros que aguardaran mis instrucciones. Era preferible que algunos de ellos quedaran fuera y que solo uno se internara en el lugar, para comprobar que el Poeta no acababa mordido por un perro o atacado por un campesino enojado, y poder alertar al resto, con el fin que de entraran a auxiliarles.
Pero allí no había perros. No había campesinos enojados. No había nada. Sí había alguien. Una anciana, sentada junto al fuego mortecino, en una casa oscura, llena de polvo, vacía de muebles. Yo me aproximé a la puerta en el momento exacto en que la anciana se levantó de su silla carcomida y se arrojó a los brazos del Poeta, no como una abuela o una madre, sino como una vieja amiga, apoyando su cabeza nevada en el pecho de mi maestro, que la abrazaba por el talle hambriento y con ternura susurraba como si quisiera calmarla. La escena me extrañó. El Poeta jamás nos había hablado de aquella mujer. No hicieron falta palabras abundantes entre ellos. Se quedaron abrazados, como si sus cuerpos se conocieran. Imaginé por un momento cuál habría sido la relación entre ellos, pero, aparte de la familiaridad del parentesco, que descartaba de entradas, no concebía cómo habría sido posible que mi maestro y aquella menuda anciana, quien más aparentaba rayar en vecina de la muerte que en poseedora de la llama de la vida, llegaran a trabar contacto, dada la diferencia de edad entre ambos.
Pero no pregunté. Ni siquiera sobrepasé el umbral de la puerta. No me era necesario. Mi labor era cuidar de mi maestro, no invadir su intimidad. De modo que me quedé allí, mirando, mientras los segundos pasaban y ellos seguían abrazados, acariciándose; ella, con el rostro hundido en su pecho; él, con su mano derecha sobre su cabello ralo.
Entonces el Poeta dijo:
-¡Llevaba tanto tiempo sin ahogarme en estos ojos castaños y en el aroma cálido de tu cuello! ¡Cuánto te he echado de menos! El agujero de mi corazón ha crecido hasta hacerse insoportable. Hay un abismo viviendo dentro de mí. Camino a todas partes con este cuerpo enérgico, pero mi alma vive sedienta de la semidulce escala de tu voz; y mi mis manos, te buscan en la noche en mitad de mis pesadillas y no te encuentran, atenazando de terror mi ser entero. ¿Por qué te fuiste de mi lado? ¿Dónde te has metido todos estos años? Yo había nacido para ser tu guardián. Había sido creado para cuidarte. Me dejaste sin sentido, me arrebataste la razón de vivir. Desde entonces, me llaman el Poeta loco, y no me extraña, porque loco estoy, al seguir viviendo a pesar de haberte perdido. Loco soy, al no haberme arrancado el corazón y haberle permitido seguir latiendo.
-Te esperado durante largos años, rezando para que regresaras antes del fin -musitó la anciana.
Entonces el Poeta cayó de rodillas y lloró amargamente.
-Soy un cobarde, soy un cobarde… por no quitarme la vida. Yo no debía haber vivido un solo día si ti. ¿Cómo pude hacerlo? ¡Soy un cobarde!
-Si te la hubieras quitado, hoy no habríamos podido volver a vernos -dijo ella, con un hilo de voz balbuciente.
-Pero ha sido demasiado tiempo -replicó mi maestro-. Ya no tengo fuerzas para seguir caminando. He visto demasiadas cosas, demasiado dolor, demasiada muerte. Y tú no estabas a mi lado.
-Has visto lo que tenías que ver, ni más ni menos -dijo ella, muy tranquila, apretando la cabeza del Poeta contra su vientre-. Tú tenías que darte al mundo, no solo a mí. Tú habías nacido para ser una luz en el mundo. Yo no podía encerrarte entre las cuatro paredes de mi cocina.
-Pero ahora ha pasado demasiado tiempo -respondió él-. Ha pasado demasiado tiempo, ¡y yo quería pasarlo contigo! Quería besar tus ojos, quería acariciar tu frente, quería llevarte a hombros como aquella vez en el río, ¡quería aplastarte contra mi pecho y sentir el roce de tu cuerpo! Solo quería ser un hombre normal, aunque tú fueras una mujer extraordinaria.
-Tú nunca has sido un hombre normal -dijo ella-. Ni yo fui nunca una mujer extraordinaria.
-Yo te amé hasta el extremo -gimió él-. Ahora no me da miedo decirlo. Te amé… y te sigo amando. Sí, he amado a otras, pero solo porque necesitaba creer que eran tú; he tocado a otras, pero solo porque necesitaba creer que te tocaba a ti; incluso he odiado a otras, al mundo, pero solo porque necesitaba creer que te odiaba a ti, por apartarme de tu lado. Me he pasado la vida buscando tu pequeña granja, odiándome por no poder olvidarte y saludando a cada día como una nueva oportunidad para encontrarte.
-Tú sabías que no podíamos amarnos -dijo ella, entre lágrimas-. Y sabes que tampoco ahora podemos. Tú eres fuego. Yo soy hielo. Tú eres alma, yo solo cuerpo. Tú eres futuro, yo soy pasado.
-Tú nunca serás pasado para mí.
-Tú nunca serás futuro para mí.
Ella se arrodilló también. Ambos lloraban.
Yo también lloraba.
-Ven conmigo -suplicó él.
-Mis piernas ya no pueden -replicó ella.
-Yo te llevaré en brazos -añadió él.
-Mi tiempo se termina -objetó ella.
-No quiero separarme de ti -las palabras del Poeta casi no se entendían, porque lloraba con mucha intensidad-. No quiero separarme más de ti. Quiero estar el resto de mis días a tu lado. Quiero morir a tu lado. Mi Sira, mi dorada luz de oasis.
Pero ella ya no contestó. Había expirado en sus brazos.
El Poeta lloró como nunca volvió a llorar. Lloró y lloró. Me miró suplicando algo que no entendí. Me tendió un brazo y me acerqué a él. Me arrodillé junto a ellos. Mi maestro me abrazó también, y mis lágrimas alcanzaron el viejo suelo de madera chirriante. Notaba el calor aún presente del cuerpo muerto de la anciana, y los espasmos de mi maestro mientras el llanto lo dominaba más y más.
Antes del anochecer, ambos cavamos un profundo hoyo en el suelo para enterrar a la anciana. El Poeta cortó de su cabello un mechón blanco como la nieve y le cerró los ojos castaños, tan hermosos como la misma luna que comenzaba a alumbrarnos. Echamos tierra sobre su cadáver envuelto en sábanas limpias, tras pronunciar las oraciones rituales. Y nos sentamos junto a la recién cubierta tumba, hombro con hombro.
Mi maestro comenzó a recitar:
«He visto la luz bajar de la luna rutilante, en medio de la tiniebla más oscura; ha hecho hogar en tu pelo mientras mis manos lo acariciaban. Regresaste y me abrazaste una última vez, para marcharte de nuevo. Hoy doy gracias a mi alma por haberme sostenido en las largas caminatas de la vida, que me han conducido hasta tu puerta antes de morir. Pero me he perdonado mi tibieza, la que me impidió regar el suelo desierto con mi sangre dolorida, merced a tu lágrimas. Ya nunca más estaré en tinieblas, porque la luz de tu mirada reverbera en mi alma y conduce mis ojos a lo alto. No miro a la tierra donde duermes, sino a los cielos donde me aguardas. Hasta entonces, mujer de labios de corazón, nunca habrá amor semejante, ni en palabras ni en acciones, que se compare con el que sentí con mi corazón dolido hacia tu rostro irrepetible. Adiós, amiga; adiós, hermana; adiós, amada mía. Resérvame tu eternidad, porque cantaremos de nuevo juntos en los palacios intemporales de Anup, más allá de los límites de la noche, jugando con los niños perdidos que corren entre los estanques jugando con las estrellas, cubiertos de los colores del universo. Allí nuestras lágrimas se tornarán alas; allí nuestros recuerdos se tornarán brindis. Allí ya no habrá pasado, presente ni futuro, sino solo nuestros pechos unidos y el éxtasis sostenido de la perfección».
Yo lo miraba extasiado. La noche parecía haberse suavizado. El silencio del mundo era absoluto. Su canción se elevaba como un incienso místico. Al oír su voz melodiosa, emocionada y palpitante, nuestros amigos se reunieron en torno de la tumba y celebraron con nosotros el paso de aquella alma joven a los espacios inconcebibles de la eternidad, dejando atrás su cuerpo anciano y nuestros corazones compungidos.
Hicimos una gran hoguera. Bebimos vino en homenaje a nuestros amores perdidos. Bailamos y cantamos canciones de esperanza y amistad. Y cuando el alba asomaba, todos juntos entonamos la alabanza del día y del sol naciente. El agua fresca del pozo nos lavó el polvo y el cansancio. Depositamos flores sobre la tumba, nos abastecimos con lo que pudimos encontrar en la casa, y lo dejamos todo cerrado.
Antes de partir, el Poeta miró atrás una última vez desde el cercado.
Yo estaba a su lado, y le oí decir claramente:
-Cien años no han sido nada a tu lado, mi amor. Espérame paciente. Aún tengo algo que hacer en este valle lejano. Pero cuando haya terminado mi labor, iré a buscarte donde estés. Lo juro por mi alma inmortal. Iré a buscarte.
Luego enfiló el camino de nuevo y todo desapareció en la lejanía, a nuestra espalda. Mi maestro no volvió a hablar de ella jamás. Nunca. Ni siquiera parecía recordarla. Pero yo nunca olvidaré aquella frase: «Iré a buscarte».
A estas alturas, ya se deben de haber encontrado.
Porque si algo tengo claro es esto: cuando mi maestro se proponía algo, lo lograba. Y no hay potencia ni energía ni distancia ni tiempo suficiente en el universo, ni dios alguno tan poderoso, para vencer su implacable voluntad y su amor infinito.
