
Seguramente, una de las cosas más difíciles de explicar (o de entender) que me he encontrado en mi vida ha sido es por qué escribo libros, y por qué querría seguir escribiéndolos, a la vista de que no es mi profesión, puesto que no he vendido hasta la fecha tantos ejemplares como para poder dedicarme solo a escribir. Yo podría añadir que es tan difícil o más explicar (o entender) cómo puedo aprovechar cada día libre, cada rato libre, para pensar en lo que escribo, en lo que he escrito y en lo que escribiré, y finalmente para sentarme frente a mi ordenador, a veces con una sequedad increíble, a teclear palabras que formen una historia.
¿Por qué contamos historias? Thomas Wolfe hablaba de una «una fuerza interior». Yo también creo que, en cierta medida, el escritor es un simple medio, el instrumento que una fuerza innominada, más poderosa que cualquier obstáculo, utiliza para encontrar su cauce y manifestarse, de la misma manera que un espíritu puede manifestarse a través de un medium o moviendo objetos. Es algo que no sé explicar mejor. Es algo que brota de mí. No me deja dormir. No me deja vivir olvidándola. No me deja seguir adelante sin más. Si no la obedezco, hace de mi estado mental un insufrible calvario de culpa, y llena mis días y mis noches de una inconmensurable sensación de frustración.
A veces he usado la palabra destino para hablar de esta fuerza, pero obviamente no me refiero a una palabra escrita ajena a mí mismo, ni a unas brujas tejiendo un hilo irrompible sin cesar en una oscura cueva de una isla del Egeo. Soy un ferviente creyente en la libertad individual, pero en este ámbito concreto, confieso que cada vez estoy más convencido de que el escritor, no sé cómo expresarlo mejor, es una suerte de esclavo voluntario. Cuando acepta la fuerza interior que le golpea y le tortura, acaba firmando con ella un contrato de matrimonio eterno, por el cual se convierte en el esposo de una celosa dictadora, que a partir de entonces ya nunca permitirá que pueda vivir en paz. Ni con ella ni sin ella.
La gente no entiende esta pasión irrefrenable. Se preguntan por qué tienes interés en gastar tu vida delante de unas hojas o de una pantalla contando historias inventadas. Podrías estar trabajando, ganando dinero, o incluso pasándotelo bien. Podrías hacer cualquier otra cosa, menos eso. Porque se ve con buenos ojos, por ejemplo, permanecer sentado en el parque viendo pasar las horas, pero no se entiende que uno quiera y procure, simplemente, escribir una novela. ¿Por qué? No lo sé. Puede que tenga algo que ver con nosotros mismos, los escritores. Somos personas difíciles de descifrar.
Hay quienes nos ven con la admiración con que pensamos en los grandes personajes de las historia; personas que no son como las demás y que, por así decirlo, están lejos del pueblo. Estos cada vez son menos, por otra parte, porque se ha producido una gran vulgarización del papel y de la imagen del escritor. Hoy en día casi todo el mundo escribe un libro, aunque ni siquiera sepa juntar palabras sin evidentes fallos de ortografía. Y no me refiero a esa maravillosa posibilidad de que un campesino sea el próximo Cervantes, propia del genio humano, que tanto puede surgir en la ciudad como en el campo, en una familia pobre como en una familia rica. Me refiero a la triste decadencia de la literatura en general, que ha ido acompañada de una extensión del número de autores y de una pérdida de calidad y de majestuosidad. Ello también ha redundado en una pérdida de glamour del escritor.
Hay otros que nos ven como personas desequilibradas. Y aquí tengo que levantar un muro en torno a mis compañeros escritores y a mí. Es verdad que podemos ser sensibles, que tenemos cambios de humor, que podemos encerrarnos durante días sin ver a nadie, que somos al mismo tiempo odiosos y tremendamente necesitados de cariño. Pero es que nadie entiende que el proceso creativo nos desgaja por dentro, destruye nuestro equilibrio, desdobla nuestra personalidad, a veces incluso la multiplica; polariza nuestros sentimientos; nos convierte en seres con el alma a flor de piel constantemente; nos saca el corazón a la vista, como si lo lleváramos en las manos, mostrándolo a los viandantes y mendigando algo de amor, un beso, una caricia. El proceso creativo es como una droga que no nos arranca la facultad de pensar, sino que nos convierte en hombres y mujeres que durante un tiempo no forman parte de un solo cuerpo, sino que tienen mil cuerpos, mil nombres, mil personalidades, mil espíritus y destinos. Regresar de esta desmembración, de este desmoronamiento y continua reconstrucción de la mente, no solo no es sencillo, sino que, simplemente, algunos, como yo, nunca regresamos. Pasamos el resto de nuestra vida pidiendo amor, porque hemos entregado todo lo que teníamos en nuestras líneas, en nuestras páginas, en nuestros libros.
La gente no nos entiende. No me siento comprendido. Creen que quiero algo o tengo algún interés si me muestro amable, o me toman inmediata e inconscientemente por un autor menor. Me miran y no ven más que una fachada, probablemente poco atractiva, y jamás se interesan por ingresar en la profundidad de mis libros, incluso por leer entre líneas, allí donde el escritor se muestra tal cual es, con sus fortalezas, sus debilidades y con su humanidad descarnada.
Los sueños juveniles sobre la tarea del escritor ceden a la realidad y se mueren en una agonía de frustraciones en la madurez. Nadie entiende a un escritor. Nadie se entrega a hacer el amor con sus páginas como amantes apasionadas. Nadie comprende que, tras la obsesión por la literatura, hay un alma solitaria y rota, un corazón enamorado, aunque muchas veces vacío, porque el escritor llega a amarlo todo, pero es el ser más desgraciado porque, amándolo, nada tiene propio. Uno piensa, con Machado, «nada os debo, debeisme cuanto he escrito». Pero los hombres siguen su curso, insensibles, ignorantes, indiferentes. Y el escritor escribe porque su pasión interna se lo ordena, pero no por ellos; ellos jamás le reconocerán nada. El escritor está solo, y no tiene quien le comprenda.