
Es sabido que, a lo largo de la historia, en muchas ocasiones diferentes y en contextos distintos, la inspiración de los poetas ha sufrido adelanto o retroceso, crecimiento o mengua, según la atención de sus musas estuviera puesta en sus desvelos y requiebros, o dispersa en otros menesteres. Los poetas antiguos tuvieron a las musas divinas, e imaginaron toda una corte de ninfas y diosas ocupadas en cuidar de los duros trabajos de las artes. Acaso Homero conversó e imaginó a Euterpe, Clío o Tepsícore al escuchar hablar a una joven a la que sus ojos ciegos no le permitían ver. En aquellas sociedades estratificadas, es probable que un poeta hallara en las esclavas satisfacción para su ansiedad de compañía, y en las reinas y nobles, recompensas a sus ambiciones. Pero no podemos descartar que, aunque no las conozcamos, salvo en casos como los de Catulo, detrás de los grandes poemas hubiera una mujer real, una verdadera y auténtica musa. Ahí está El Cantar de los Cantares, de la mismísima Biblia, que por su romanticismo y su erotismo podría hacer palidecer a unos cuantos censores de hoy en día. ¿Quién puede negar que los apasionados versos de amor no fueron, al menos como medio, suscitados por los labios de una musa y por sus ojos de almendra?
Es una experiencia universal. Los poetas más modernos tuvieron musas más terrenales que las compañeras de Apolo e hijas de Zeus, aunque no menos poderosas. Shakespeare las tuvo. Garcilaso las tuvo. Dante tuvo a su Beatriz, a la que al parecer ni siquiera habló, pero de la que se enamoró perdidamente. ¿Qué podemos decir de don Quijote, siempre pensando en Dulcinea? ¿No es Cervantes el mayor exaltador de la musa en el Siglo de Oro? Las páginas escritas y puestas en boca de don Quijote sobre la famosa Dulcinea aún tienen la fuerza de la grandeza y la belleza de las estrellas, aunque estén llenas de tópicos (tópicos que, en mano de Cervantes, se transforman en glosario académico). Goya también la tuvo, y posó para él desnuda y vestida. Hasta Machado la tuvo, aunque fuera para cantar su ausencia y el dolor de su marcha. Lo mismo puede afirmarse de otros menos poéticos, aunque igualmente literarios, que soñaron a mujeres imaginarias e inalcanzables, parecidas en el fondo a aquellas de carne y hueso que estaban a su lado o atraían sus sentimientos; y así, Tolkien vistió a Luthien con la dulzura y la magia de Edith, y la imaginó bailando sobre la hierba y las flores, mientras Beren la contemplaba, como él había hecho con la joven Edith en los jardines por los que pasearon su juventud. Hoy reposan ambos, juntos, en el cementerio; y en sus lápidas son John y Edith, pero también Beren y Luthien.
La literatura, en una parte no desdeñable, es el fruto del amor, en muchos casos del amor inalcanzable y del sublimado. Esto es lo que permite que sea compartido por todos los hombres de todas las épocas.
¿Conocéis otros casos? Contádnoslos.
La pregunta es: ¿quién es para quién: la musa para el poeta, o el poeta para la musa?
Ahí os dejamos la pelota, botando. Comentad.

Nota al pie. Descripción de Dulcinea por don Quijote:
«Su nombre es Dulcinea, su patria el Toboso[…] su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a las damas: que sus cabellos son de oro, su frente campos Elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas» (Don Quijote I, 13).