
Dijo entonces Odiseo:
<<Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos:
«»Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses.»
«Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Embarcaron éstos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados batían el canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado -ovejas y cabras -, y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran.
«Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro, agradable vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto, el sacerdote de Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado junto con su hijo y esposa respetando su techo. Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce ánforas que llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de los esclavos de palacio conocían su existencia, sino sólo él y su esposa y solamente la despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este vino me llevé un gran pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero, porque mi noble ánimo barruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de gran fuerza, salvaje, desconocedor de la justicia y de las leyes.
«Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales.
«Y todos los recipientes rebosaban de suero –colodras y jarros bien construidos, con los que ordeñaba.
«Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los quesos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso -aunque hubiera sido más ventajoso-, para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para mis compañeros.
«Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos -a los carneros y cabrones- los dejó a la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó: «»Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?”.
«Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije:
«Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo: ¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten respeto, excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador de los suplicantes y de los huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes, a quienes se debe respeto.»
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel: «»Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.
«»Pero dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que lo sepa.»
«Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras engañosas:
«»La nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa muerte.»
«Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo.
«Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo.
«Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado y la tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico…!
«Y ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava del Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de una nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era su longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.

Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:
«»¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compadecías de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡ ¿Cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no has obrado como lo corresponde.»
«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«»Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar.»
«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras:
«»Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros.»
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«»A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad.»
«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundí gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío -otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente -, así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride grandemente -pues éste es el poder del hierro-, así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:
«»¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?» «Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
«»Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas.» «Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:
«»Pues si nadie te ataca y estás solo… es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano.»
«Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
«El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos retiró la piedra de la entra da. Y se sentó a la puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas -¡si encontrará el medio de liberar a mis
compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentados, con densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.
»Entonces yo… había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y se dirigió a él:
«»Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado –te lo aseguro – de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél de mi furia! Entonces sus sesos, cada uno por un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha causado el vil Nadie.»
«Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros.
Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave>>.
(La Odisea. Homero. Canto IX).