
Esta va de pueblos, amigos.
El que más y el que menos conocemos los pueblos de España. Somos de un pueblo, o lo fueron nuestros padres o nuestros abuelos, y quizás visitamos uno o varios de vez en cuando. Hasta puede que veraneemos en pueblos, que los consideremos lugares con encanto.
Pues bien, esto va de pueblos.
Yo no soy un sociólogo ni un erudito. Solo soy un juntaletras, así que paso de hacer introducciones sesudas, ni largos estudios. Doy mi opinión desde el alma, desde las entrañas, como siempre, porque esto es lo que me define, mi «artesianismo».
¿Qué os puedo decir?
Yo crecí en varios pueblos, unos mejores, otros peores, unos mayores, otros menores. Tengo que destacar dos: uno en la provincia de Cáceres y otro en la provincia de Badajoz. Entre ambos, otros pueblos, otros avatares. Y una infancia de acá para allá, hasta que por fin nos asentamos en la pacense región de España. Lugar recóndito, alejado, primitivo, atrasado como el que más, hermoso, silencioso, agreste… y pobre. Lugar pobre de todo: material y espiritualmente. Desde que yo aparecí sin querer por allí, la población se ha reducido a la mitad, y la vida, a la nada. Hoy ya solo quedan ancianos, en su mayor parte, y unos cuantos paisanos demasiado apegados a sus hogares y tierras natales como para abandonarlos en busca de mejor fortuna en el ancho mundo. Allí continuarán, y allí permanecerán, hasta que ya no haya nada para sus descendencias, hasta que todo se termine. Porque se terminará. Y en parte, ellos serán los responsables.
La decadencia es un elemento vivo, dinámico, en continuo cambio. Un lugar, una ciudad, una persona, una cultura, una civilización, no entran en decadencia porque sí ni permanecen en ella por pura inercia hasta que todo desaparece. Hay múltiples causas, pero casi siempre dependen de la propia conducta. Y, como una broma macabra del destino, a menudo, aquello que creemos más sencillo, más prudente o más apetecible, suele llevarnos por el camino del abismo. Casi siempre, detrás de la decadencia de un lugar como este pueblo hay factores externos y mucho mayores que él mismo, que lo arrastran, como la economía o el gobierno del país, pero son mucho más poderosos los factores internos. Estos son los que distinguen a unos pueblos de otros. Estos son los que marcan la diferencia. Por eso, en épocas de crisis o de decadencia general, hay pueblos y ciudades que viven un esplendor, que crecen, que se sobreponen a las dificultades. Estos son los factores clave.
¿Cuáles son esos factores? Desde luego, son mucho más difíciles de medir que el IPC o que el tipo del IVA. Pero son tan reales. Forman parte de ese ecosistema propio del pueblo, están ahí, son como los ladrillos que forman sus muros, y en muchas ocasiones actúan no solo de forma activa, sino también de forma pasiva, aislando al pueblo de los demás. Esto es mucho más pronunciado en lugares como el que cito, que está literalmente encajado entre un pantano gigantesco y una reserva regional de caza aun mayor, y que está separado por lo que parecen años-luz de otros pueblos. Allí, lo propio, lo interno, lo es todo. Se nota enseguida y se percibe con claridad lo que viene de fuera. El que no es de allí es llamado «forastero», y todos lo advierten, todos lo conocen, aunque no lleve un distintivo ni se le señale por la calle (que se le señala, a veces con susurros y miradas). Fijaos cómo funciona este organismo vivo que es un pueblo y que apenas tiene otro contacto con el gran mundo que la televisión. A estas alturas, ni siquiera internet es una vía de comunicación plena, puesto que en muchas casas no hay fibra ni red de internet, y la cobertura del móvil es escasa (de algunas compañías, incluso nula).
¿Qué cosas, qué actitudes, qué actos, qué vicios no se ocultarán en esa habitación oscura y mohosa que es un pueblo como este, que ha vivido de espaldas al mundo durante décadas, que ha perdido a sus nuevas generaciones porque partieron hace mucho para poder estudiar o trabajar, que apenas tiene conocimiento de lo que sucede a su alrededor, que se ha anclado en formas, actitudes y tradiciones que en muchos casos han perdido su sentido, y que, para más inri, ha sostenido su triste existencia solo gracias a ayudas estatales, a subvenciones y pensiones mal pagadas? Hay en este lugar una concentración mayor de subsidiados, de trabajos pagados por la Administración a trabajadores no cualificados, de reparto de ayudas mediante sistemas de peonadas del campo, y de clientelismo y amiguismo, que supone el grueso de los medios de vida y recursos de las personas que allí residen. Pero, por definición, estas vías de ingresos no proceden de un aumento de riqueza, no sirven para el crecimiento del bienestar y la riqueza de la población, y terminan creando una capa social acostumbrada a ser alimentada a cambio de nada, perezosa, pasiva, acomodada.
Una población así no está preparada para los cambios que han supuesto el mundo moderno. Es una población amargada, incesantemente doblada sobre sí misma, presa de todos los vicios, inmovilizada, que ahoga cualquier innovación, que descarta a los que se desmarcan del rebaño, que desconfía de todos los movimientos, que mira con desprecio a cualquiera que simplemente pretenda ser mejor. Todas las amistades son entendidas como relaciones secretas. Todo el estudio es visto como retraimiento y vagancia. Todas las iniciativas son interpretadas como niñerías, o peor aún, como estafas. Todas las mejoras de las que el mejor avance de los tiempos traen consigo son rechazadas por ignorancia y, sobre todo, por absoluta pereza intelectual, porque aprender y, por lo tanto, cambiar, cansa. Todo tiende a la quietud. Todo tiende al mínimo esfuerzo. Como un desierto en el que perder una sola gota de agua fuera un terrible destino, al más puro estilo del mundo creado por Herbert en Dune. Sí, eso es, ahora lo veo claro: pueblos como este parecen extraídos de Arrakis. En realidad, son Arrakis. Y ¿qué pasa en Arrakis? Que hay gusanos gigantes que devoran todo lo que se mueve. Gusanos que lo matan todo y que no permiten que nada cambie. Aplíquese a estos lugares, y se comprenderá la metáfora.
Esos gusanos están presentes en cada corazón, pero todo sobre están presentes en la invisible telaraña de tantas historias, costumbres, creencias y sentimientos que la gente acepta y asume como propios, como «reglas». No me refiero a la religión, ni a la ciencia, ni a las normas jurídicas. Es algo mucho más profundo, si cabe. Es algo que solo puede apreciarse cuando se está dentro de esa burbuja. Se palpa como si fueran paredes traslúcidas. Se siente como si fuera humo que se filtrara por todas las rendijas. Está ahí. Se mete en todas las casas, en todas las mentes, en todas las almas. Llegas al pueblo con una forma de ser, una forma de pensar, hasta de vivir el día. Pero el pueblo te cambia, poco a poco. Te aplana, te seca, te diluye. Al final, ya no recuerdas lo que hacías «fuera», lo que pensabas, quién eras… El pueblo te moldea, para bien y para mal. Para mal, dejas de tener aspiraciones, te conformas, te sometes. Eres «del pueblo». Dejas de ser «forastero», y entonces te camuflas. Eres «de los suyos», uno más, y puedes cambiarte al bando de los que apuntan con el dedo al que viene de fuera, al «de ciudad», y sobre todo puedes empezar a hacer lo que los demás hacen y a volverte una parte más del paisaje. Tu personalidad propia acaba cediendo. El tiempo pasa lenta pero fugazmente. No pasa nada, en realidad, y pasa todo. No pasa nada porque todo se petrifica, lo bueno y lo malo, y nada cambia, y permanece durante años el mismo estado de cosas. Y pasa todo, porque el mundo, lejos de los muros estáticos e invisibles del pueblo, sigue girando, sin parar, sin detenerse, alejándose.
¿Cuántos pueblos hay así? En realidad, son todos iguales. En mayor o menor medida, unos más cerca de esta descripción, y otros menos. Algunos llevan al paroxismo este modelo, aunque son pocos. Así, hasta que se despueblan y mueren. Hay obras literarias inmortales que están ambientadas, y que incluso toman por objeto principal estos pueblos. Obras como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. Hay otras obras que también reflejan en parte este sentimiento de anquilosamiento y pausa del tiempo, aunque de forma muy diferente, como El misterio de Salem’s Lot, de Stephen King. Pero sea cual sea el estilo, el género y hasta la intención del autor, hay algo universal en estos lugares: el arraigo, las raíces, la conversión de los pueblos en museos vivos y de las personas en simples árboles que se anclan a una porción de tierra y acaban fosilizándose, hasta que el bosque mismo se petrifica y se muere.
Los pueblos tienen muchas cosas buenas, claro que sí. Tantas o más que las malas. Pero ¿a quién le interesan? ¿Desde cuándo las cosas buenas se reflejan en obras literarias que valgan la pena? Eso lo dejamos para las guías de turismo y para los poetas del vulgo, que sabrán hacer romances coloquiales mejores que estas líneas sueltas de pensamientos de amor dolorido.
Esta va de pueblos.
No sé de qué irá la siguiente.
Pero sed felices. En el pueblo o en la ciudad. En la montaña o en la playa. Sed felices, amad, comed, bebed, corred, leed, besad, saltad, reíd. Y si es posible, no miréis atrás.