Queridos somnianos:
¡Nunca olvidéis la poesía de la vida! La vida debería contarse en verso; y, en su ausencia, en figuras literarias. No existe otra forma de decir las cosas que concuerde a la grandeza y gravedad de la vida, que es una sola y que no puede repetirse, por lo que no solo debe ser bien vivida, sino también bien narrada.
¿Y qué os traigo hoy, para hacer esta introducción? Os traigo mi alma, como siempre. Eso es lo que brilla en la alta torre de Somnia, como una estrella temblorosa.
Hace tiempo comencé un relato doloroso, duro y explícito sobre el amor, el desamor y el erotismo, y lo dejé a medias, como tantas otras historias imaginadas, más por dedicarme a otros proyectos que por desvalor. Hoy lo he desempolvado un poco y he pensado que quizás os gustaría contemplar una parte de él, aunque necesariamente ha de ser una parte escueta, porque no he desesperado de poder publicar esta novela, cuando el tiempo y las fuerzas me den la oportunidad de acabarla. Por ello, os dejo apenas unas páginas, esperando que despierten en vosotros el anhelo de leer la historia que apenas comienza y que les da sentido.
He aquí el comienzo de todo:

<<He amado, por supuesto. Sé de lo que hablo. Sé lo que es el amor.
He amado… y aquí estoy. ¿Que dónde estoy? En el otro lado de la vida. Más allá de toda salvación. Traspasada la frontera que impide regresar…
¿Cómo estoy? Estoy en ti. En tu mente. En tu interior. Te hablo directamente a ese corazón despechado o simplemente temeroso. Estoy como pensamiento que no te abandonará, que no te dejará dormir, que te perseguirá allá donde vayas, perturbando tu calma, para recordarte hoy y siempre que no debes amar, que más vale que no te dejes arrastrar por la pasión. Te lo digo desde la quietud del desapasionado. Te lo aconsejo desde el lugar en que la pasión es únicamente un mal recuerdo.
Deja de leer.
Cierra el libro.
Tíralo y sigue con tu vida.
Pero no olvides que yo te lo dije: no ames o jamás tendrás paz. La verdadera paz está en la ausencia del amor.
¿Continuas leyendo? Es tu problema… No digas que no te avisé. Porque a partir de ahora no encontrarás loas ni poemas románticos, sino abrojos y cardos. Encontrarás pastos secos y eriales sin término. Más o menos lo que ha sido mi vida, con muy escasas excepciones, desde que se me insufló vida de nuevo, allí, sentado en el alféizar de la ventana del colegio, a veinte metros sobre el piso de la calle, a veinte metros del empedrado.
Comienza aquí el relato del resto de mi vida, si cabe más oscuro, del que ya conoces, lector incauto, algunos retazos, puesto que te he hablado de mis penas actuales, que tienen a Tanit por principal agente. Pero queda mucho camino hasta llegar al momento presente. Quedan muchos años que contar. Quizás en algunos de ellos no haya nada destacable, pero en otros cada día fue una oda o una elegía, un paraíso o un infierno. Paraísos pocos, infiernos infinitos. Luchas incesantes, batallas caóticas, locuras desconocidas. Quedan tormentas que sonaron con truenos que jamás había creído posibles, que me dejaron con los oídos perdidos en un océano de silencio destructor, y relámpagos inenarrables, para cuyo deslumbrante terror no hay palabra suficientes en ninguna lengua humana; ciclones de sentimientos, de hechos irrelevantes que de pronto se transforman en seísmos, de culpas y lágrimas, de esperanzas truncadas y días tenebrosos. Desde entonces, quizás pueda recordar unos cuantos días felices en mi vida, pero no sé si superan los dedos que tengo en una mano. Esos días permanecen en mi memoria como el tesoro hallado después de muchos años de desvelos y trabajos, años de inversiones irracionales en pos de sueños entrevistos únicamente en la vigilia de las noches de fiebre; son el poso de este café de la vida, la prueba de que hubo algo en este vaso que estuvo caliente y vivo; el depósito que ha decantado después de filtrado en múltiples acontecimientos que me han ido desangrando. Esos días felices, tan escasos como la vida en el universo, acaso puedan contarse en un par de líneas. Pero creo que no son esos días los que os interesan. Y desde luego, tampoco a mí. Ésos me los guardo porque pronunciarlos sería algo así como profanarlos, como abrir el tarro del perfume y dejar que esa gloria se esfumase para siempre. Ésos son sólo míos, y de nadie más; me los llevaré a la tumba, y puede que únicamente Dios y yo los comentemos cuando todo haya terminado y nos sentemos al sol, en alguna playa desierta y cálida, a tomar un té frío y recordar viejos tiempos; tiempos en que fui mortal y tenía miedo.
Abandonemos, pues, los días felices para los adentros opacos del alma, y sigamos con el repaso minucioso de los días normales en mi ya larga vida, aunque dicen los entendidos que me hallo más bien a la mitad de la misma. Días normales, por supuesto, y no lo digo por decir, ya que entiendo por normal aquello que responde a una norma previa, a una regla prefijada y dictada por una autoridad competente. Así, la regla de mi destino ha sido la decepción, la frustración y la tristeza. No se trata de que tales sinsabores hayan sido la tónica habitual, sino que han respondido a la norma dictada desde lo alto, por un poder que me supera, para el discurrir de mi tiempo, para mis hechos, intentos y desvelos. Fui marcado para tener esperanza y verme decepcionado; para llenarme de deseos y verlos fracasar; para amar con raptos de cometa que luce un instante en el cielo pero que se estrella y se hunde en el abismo más negro. Éste es mi sino. Es lo que seré. Es lo que soy. Y lo que fui. Un estúpido que soñó, cual Ícaro, elevarse hasta el sol; sólo un cadáver más en las laderas de la montaña del tiempo.
Si pasas a mi lado, caminante, y te entristece mi estado o mi historia, recuerda que una vez fui como tú, anduve por el mundo seguro de que no habría de sufrir las penas que otros relataban; y por no escuchar con atención sus relatos y consejos, terminé repitiendo en mi vida los crueles castigos que en ellos observé. ¿Quién sabe? Quizás, al final, el único destino del hombre sea volverse roca con la roca, madera con la madera, hierba con la hierba, polvo con el polvo. Y que todo pase. Y que el fin llegue, cuando ya no haya recuerdos, ni voces que los cuenten… y que el silencio se instale de nuevo en cada fibra del universo, y la nada se apodere hasta de sí misma, y sea innecesario y absurdo pensar en lo que el hombre fue, quiso y persiguió. ¿Somos el pensamiento efímero de una mente universal o tan sólo el vano e infantil intento de la materia por trascenderse?
Leerás en muchos sitios y muchos libros sobre las inacabadas y siempre dolorosas ilusiones del alma humana por alcanzar la vida eterna. Unos la conciben como una repetición sin fin de los mismos hechos que vivimos día a día, con la seguridad de que seguirán repitiéndose y quizás las posibilidades que esta seguridad abre ante la mente previsora. Otros la imaginan en un plano diferente al que hemos conocido desde el nacimiento, que sitúan más arriba, más abajo o al otro lado de una invisible frontera, que sólo traspasará una parte de nuestro ser, comúnmente llamada alma, o espíritu, para instalarse en una dimensión que nada tiene ya que ver con las leyes físicas de la materia o que, al contrario, está conectada a nuestro mundo mensurable por misteriosas puertas de energía…
Da igual cómo entendamos esa vida eterna (o no tan eterna para algunos). Muchos os hablarán de ella. Muchos os dirán que la alcanzaréis si hacéis tal o cual cosa, si creéis en tal o cual dios. Otros muchos os dirán que no saben si existe. Y otros muchos, acaso más aún y más radicales, sentenciarán que esa vida no existe, que es un cuento, un sueño de niños, una fábula, una leyenda, el producto de mentes subdesarrolladas que, movidas por el miedo a la muerte, han tratado de dar respuesta a los terribles fenómenos de la existencia mediante las creencias más variopintas, todas ellas igualmente faltas de fundamento
Da igual.
Vuestra alma seguirá sufriendo.
Vuestra alma seguirá soñando.
Vuestra alma seguirá anhelando.
Buscando.
Intentando…
trascenderse.
Aunque no creáis en vuestra propia alma.
Todo da igual.
Es lo mismo que el dolor. Lo tendréis siempre. Y cuanto más améis, más dolor. Ya he tratado de explicároslo antes. No hay vida posible sin amor. Todos los hombres aman. Estamos hechos para amar, da igual si nos hizo una mente inteligente (torturadora o benéfica). Por la misma razón, estamos hechos para sufrir. Dejaos de estupideces y entendedlo: sufriréis todos los días, a todas horas, porque el dolor es la respiración de la vida que palpita. Cada latido del corazón despierta electrodos de sufrimiento que se reparten por todo el cuerpo. Cada deseo, cada sueño, cada aspiración, cada ilusión, cada risa, cada expectativa, cada caricia… es un latido del alma que estira las fibras del hombre y lo somete a la tensión de ser, de existir; esa misma tensión ya activa los más profundos receptores del dolor de su espíritu. Otros, en cambio, se excitan cuando el amor se incendia. ¡Y cómo duele entonces! No hay sujeto, no hay objeto… Nada se puede decir de esta sensación sino que la vida misma es dolor, que duele y ya está, lo mismo que llueve y ya está. Nadie llueve… pues igual, nadie duele. Duele en sí mismo. Hombre y dolor comparten concepción, origen y extinción. No se separan jamás. Son expelidos al mismo tiempo del útero materno y son enterrados a la vez, en el mismo ataúd, en la tierra fría e inerte.
Duele. Me duele. Te duele. Le duele. Nos duele. Y finalmente, les duele, cuando ya no estamos, si es que hay alguien a quien deba dolerle>>.