Queridos amigos somnianos:
Quiero pediros que me echéis una mano. Llevo tiempo pensando en el título de la segunda parte de Canción Eterna, y no logro decidirme por ninguna opción. Se me han ocurrido muchas, pero ninguna me convence lo suficiente. La inspiración me huye.
Tened en cuenta que la segunda parte será más larga, más oscura, más intensa…
Para que os hagáis una idea y me ayudéis a elegir, después de esta encuesta os dejo un fragmento extraído directamente de mi manuscrito.

Ahora os pregunto. ¿Qué título le pondríais vosotros? Os dejo varias opciones, pero podéis dar nuevas ideas, si queréis…
1. Canción de guerra.
2. Canción de muerte.
3. Canción de libertad.
4. Canción de soledad.
Espero vuestros comentarios.
Y ahora sí, el fragmento prometido; no un simple extracto de unas líneas, sino un buen trozo, lleno de sustancia, para que paladeéis el gusto y olfateéis el aroma que su escritura tiene, y os familiaricéis con sus historias. Ansío que os guste y ruego encarecidamente que me dediquéis un comentario.
<<Era el lugar más increíble que había visto en la vida. Lheiron jamás había imaginado un sitio como aquel. Desde un montículo de tierra, podía verse el inmenso agujero que se abría en la tierra ante ellos, como la boca de un monstruo gigantesco, por la que cabría una compañía entera de soldados a caballo sin rozarse apenas. Pero abajo el mundo no era oscuro, sino que brillaba con luces de colores, con miríadas de reflejos de oro y plata, mientras la luz de la luna penetraba hasta lo más profundo a través del aire limpio, como si la inconmensurable caverna se alimentara de limpias corrientes a través de túneles ocultos en la roca que llegaran de todas partes, y a todas partes condujeran.
Allí, en el fondo, como la estática imagen de un lienzo trazada por un soñador que hubiera perdido la noción de la realidad y viviera de etéreas ilusiones, como un tártaro benéfico que hubiera sido depositado por los dioses en el más extraño y caprichoso de los recónditos escondites, reposaba toda una ciudad de luz, de mármol y plata, con mil cúpulas, con templos, murallas, calzadas y ventanas iluminadas por la tenue luz de las antorchas y las velas; y sobre ella, bajo el inabarcable techo de la caverna, tan enorme como el cielo, colgaban faroles gigantescos rebosantes de un fulgor incomprensible, inagotable, divino, a veces de un blanco gélido, a veces de un naranja cálido, que brillaban sin apagarse, con una intensidad cambiante, y le daban a la inmensidad de la caverna el aspecto del día o de la noche, de la lluvia de primavera o la tarde de verano, a resultas de una voluntad desconocida y una inteligencia sobrehumana.
—¿Qué es esto? —preguntó Lheiron.
—Betres-Zoya —replicó Amhesmu, con un desprecio infinito, escupiendo cada palabra—. La ciudad secreta de mi estúpida hermana Maenah. O eso cree ella… El mítico lugar de descanso y culto de las Vírgenes del Sello. Ellas custodian el Libro de las Canciones Prohibidas, en el que se escribe la historia de los dioses y los héroes, y quedan registrados los secretos del mundo. O al menos eso nos cuentan. Ya me gustaría a mí ver qué mentiras escriben en esa piel de cerdo.
—Es precioso —exclamó Lheiron.
Amhesmu rio sinceramente.
—¡Ayyy, humanos! —dijo, mirando a Lheiron con una extraña simpatía que no solía darse en él—. Veis luces de colores, y perdéis la cabeza. Esto son juegos de niños, pequeñín, solo juegos de magia barata de una hechicera mentirosa que se rodea de boato y secretismo para que todos crean que hace algo… importante. Pero en realidad no hace nada, absolutamente nada. Bueno, admito que el lugar es bonito y tiene su encanto. Maenah siempre ha tenido sentido estético. Eso hay que reconocérselo. El problema es que solo es eso: estética. Si fuera tan inteligente como hermosa, dejaría de ser hermosa. La belleza solo casa bien a los débiles. Es una manera de contrarrestar el poder de los fuertes; así, forma parte del bagaje natural de las mujeres, por nacimiento y naturaleza más expuestas que los hombres a todo tipo de peligros; con ella, pueden dominar a quienes, de otra forma, serían los señores incontestables que las gobernaran. ¡No me mires así! Fue Anup, el todopoderoso y omnisciente Anup, quien lo decidió, no yo. Pero la belleza es un arma poderosa, sí, señor. Hay que admitirlo. La usan sobre un hombre y éste, estúpido, olvidando que es solo la fachada de una casa vacía, cae rendido como si de un hechizo se tratara; se muere por un ser hueco, fútil, burdo, de bajos instintos, desleal, bestial e ineducable, ladino y falaz, de huesos quebradizos, de cuerpo flácido, de mente inestable, de sentimientos traicioneros. ¿Admirar su hermosura, poseerla, acariciarla, gozarla? ¡Por supuesto! Pero ¿amarlas? Jamás. El amor es una prisión construida sobre ese engaño imaginado por los dioses. Suele atrapar a los hombres con cadenas invisibles, y promete parabienes que jamás entrega. ¡Hasta los dioses caen a veces presos! Sin embargo, la belleza es así: el color de una flor de un solo día, la niebla que se levanta al mediodía, la escarcha que se derrite al amanecer; adornos todos ellos que seducen al hombre, como el aroma de una comida sabrosa seduce el olfato de uno que se muere de hambre. Pero la belleza se deshace, desaparece cuando la tocas. Es una línea pintada en el suelo. Más allá, no hay nada y hay todo. Porque la cruzas y no sucede nada. Por eso, aquel que se atreve a desafiarla no recibe dolor alguno. Aprende a gobernarla. Se convierte en el señor de las apariencias. ¿Comprendes? Es lo que yo hice. No temas. Yo he mirado a los ojos a todas las mentiras del universo y conozco sus trampas. Y tú estás a mi lado. ¿Creías que te iba a asesinar? ¡Qué estupidez! Leo tu mente. Sé que lo pensabas. Y hasta creías que encontrarías algo de grandeza, dignidad y consuelo en un sacrificio. Porque aún te sientes culpable. Pero ¡destierra esos estúpidos pensamientos! ¡Estamos juntos! Mira, esto te digo: yo soy el Señor de Somnia. Y si sigues a mi lado, tú también lo serás. Y mi mano te aupará hasta las alturas inconcebibles de los Palacios intemporales de los Vivientes, y desde allí contemplarás el mundo y pondrás tu pie sobre él. Y ahora vamos a entrar en Betres-Zoya, para desentrañar todos sus secretos. No te separes de mí. Soy la noche y la muerte, te encontraría, fueras donde fueses.
Entonces el dios alargó una mano sin forma, como un humo espectral, y la puso sobre la espalda de Lheiron, con delicadeza, como si quisiera que echara a andar, pero sin forzarlo. Lheiron estaba abrumado, asustado, admirado. Miraba a aquel ser de poder tan gigantesco que le causaba pavor, asco y atracción, y no podía creer la mezcla de palabras altaneras y cariñosas, de amenazas veladas y promesas grandilocuentes, que oía de sus labios, si es que había labios en aquel rostro oscuro e incomprensible. Era cierto que se sentía culpable. Era cierto que albergaba ira y autocompasión. Era cierto que odiaba con una fuerza descomunal, y no odiaba menos a aquella bestia que a sí mismo. Pero también… ¡oh dioses! ¿Qué era lo que estaba cambiando dentro de él, lo que se había mudado y transformado durante los días, semanas o meses que llevaba en compañía de aquel monstruo? Había transcurrido un tiempo, pero no sabía cuánto. La compañía del dios le invadía; no era nada fácil resistir aquella corriente que arrastraba de alguna forma sutil pero poderosa su alma. Le aterraba pensar que se estaba convirtiendo en otro monstruo, que la condición oscura y peligrosa, devoradora, tiránica, cruel, de aquella entidad enigmática, profunda, inenarrable, estaba trasvasándose hasta su espíritu, poco a poco, como un manantial que, gota a gota, diera a luz el agua depositada durante siglos en lo más recóndito de la piedra del mundo y fuera colmando así, día a día, mes a mes, año a año, un lago en los altiplanos solitarios de las agrestes cordilleras de su interior.
En aquel preciso momento, allí donde le estaba tocando con su terrorífica mano, Lheiron sentía a la vez calor y frío. Casi podría afirmar que aquella mano le estaba tocando el alma, si eso fuera posible, y que temblaba ante la proximidad de su corazón. Era el temblor ansioso del depredador cuando tiene ante sí a su presa, a punto de ser devorada. Hambre.
Lheiron sintió un escalofrío, y Amhesmu se dio cuenta.
—¿Te gustaría tener hijos, humano?
A veces el dios oscuro llamaba a Lheiron por su nombre, pero otras veces se dirigía a él usando cualquier vocativo que le recordara el abismo que se abría entre ellos. Piojo, ciego, mono, parásito, niñito… muchos eran los apelativos que tenía reservados para él. En aquel momento usó uno quizás menos ofensivo. Lheiron volvió a estremecerse; le aterraban las muestras de amabilidad de la bestia. Era como ser lamido por un león antes de ser comido.
—No sé. Nunca lo he pensado. En realidad, nunca he tenido esperanzas de vivir muchos años. Y si los viviera, ¿para qué tenerlos? Este mundo solo es dolor y miseria. La vida del hombre sobre la tierra es una milicia que no termina. Todos sabemos qué sucederá: antes o después moriremos, y tú te enriquecerás con nuevas almas, mientras nuestra eternidad transcurre en un inacabable balbuceo sin oído que oiga ni consuelo que valga.
—¿Eso es lo que crees?
—Sí.
—No sé yo quien te desmienta. Me gusta la idea de cómo la muerte es mi tesoro. Aunque no era la idea original de Anup, ¿sabes? Él tenía pensado algo más… ¿cómo decirlo? Frío. Algo más frío y distante. “La muerte como algo mecánico”, eso decía siempre. Al fin, yo conseguí convencerle de que no podía retirarse sin más, y me ofrecí a cuidar de las almas hasta que… bueno, hasta el fin. Pero eso es otra historia.
—¿Por qué me cuentas esto? —quiso saber Lheiron.
—Tienes razón, humano. ¿Sabes? Yo siempre he querido tener hijos. Ya me entiendes… tener alguien con quien compartir mi propia visión del mundo, con quien luchar, reír, charlar, progresar… No me mires así. ¡No soy tan insensible! Ni tampoco tan estúpido. Yo también me siento solo de vez en cuando. Yo también siento la necesidad de estar con otro como yo, ¿entiendes? Con alguien que me entienda. Con alguien que me soporte, que pueda mirarme a los ojos y decirme que no está de acuerdo conmigo sin temer mi ira, pero que también sea la extensión de mi mente y de mis manos, y lleve mi bandera por el universo. En realidad, ya tenía a alguien así, pero lo perdí. Sí, es cierto, tengo muchos hijos desperdigados por el mundo, y uno fue mayor y más cercano a mí que ningún otro, pero de eso ya habrás oído algo, seguramente. En todo caso, no hay tiempo para historias largas ahora. Dime, tú eras uno de los que no creía en los dioses, ¿verdad?
Lheiron se sobresaltó. En ocasiones, aquel dios le parecía muy humano. Podía ser cruel y terrible, mas su aspecto, aunque siniestro, era el de un hombre, o al menos su figura. Sin embargo, en otras ocasiones, demostraba tener un poder sobre la materia que sobrepasaba cualquier previsión humana. ¿Acaso le había leído la mente o conocía sus secretos? ¿Acaso podía conocer su pasado? Y si era así, ¿escapaba algún pensamiento a su mirada atenta? ¿De qué servía luchar y resistirse a un poder así?
—No tengas miedo. Me da igual en qué creyeras. Lo que quiero de ti no es tu fe, sino tu voluntad. Observa, aprende y medita. Si quieres el poder que vas a contemplar, conviértete en lo que verás; recorre el camino que lleva a la comprensión de la existencia, y que pasa por mí. Y júrame tu lealtad. Yo te convertiré en algo que ni siquiera habías soñado.
—Yo soy un traidor a mis padres, a mi patria y a mi pueblo —respondió Lheiron, sin pensar—. Nada ni nadie puede devolverme mi dignidad ni pagar por mis pecados. Dame muerte cuanto antes y olvídate de mí. ¿Por qué pides mi adoración? Yo no soy nadie. ¡Tú me has hecho nadie!
—¡Oh vamos! —replicó Amhesmu, con seguridad—. No seas tan lastimero ni tan infantil. Cometiste un acto horrible, pero lo hiciste por una buena causa: mi causa. ¿Y qué? ¡Ya está! ¿Acaso crees que podías evitar la caída de Albia? Te lo he dicho más de una vez. ¡La ciudad caería de todas formas antes o después! No seas estúpido. Sal de ese bucle. Yo te elegí porque sabía que podría manipularte, y que podías decirme algo que ningún otro mortal sabía. Sí, te elegí; y no, no lo sé todo, no pongas esa cara de vaca. Además, no me creas tan horrible como para no entenderte. Yo también tengo un padre, y unos hermanos, aunque son más bien… repelentes. Pero hubo un día en que los aprecié y me senté junto a ellos en armonía. Mírame bien, humano, y métete esto en la cabeza: yo te he elegido, yo, dios de la noche y de las promesas cumplidas, conocedor del límite del mundo, hacedor de imperios, rompedor del destino, compañero de los hombres, oidor de toda súplica. Y yo tengo planes para ti. Si me sigues, te daré la oportunidad de colaborar conmigo en la construcción de un nuevo mundo. Y donde un día se alzó tu querida ciudad dorada, pronto se levantará un imperio aún más próspero y más glorioso. ¿Acaso no quieres ser rey?
Entonces, sin dar tiempo a que Lheiron respondiera, con afectada pose, Amhesmu elevó al cielo un grito como de tormenta y maremoto, como de estallido y fuego devorador, que hizo retumbar las piedras y hasta el aire, en ondas oscuras que hacían vibrar la estructura de la materia; con la mano derecha ordenó el avance de su inmenso ejército, que tenía a sus espaldas, repleto de bárbaros kaxeshi que el rey Arn había puesto en sus manos, dirigidos en primera línea por sus Wuzíes, sus inmundas servidoras de tez oscura, ojos como brasas y dientes como víboras, sacerdotisas de la muerte, recolectoras de almas caídas en el campo de batalla, que se lanzaban a pecho descubierto, y que podían morir una y otra vez, y renacer de sus cenizas o sus restos sanguinolentos, para acatar de nuevo con sus garras y devorar a los moribundos y las almas de los muertos, aterrorizando a los guerreros más temerarios.
Miles de soldados, enfurecidos por el grito infernal de Amhesmu, se lanzaron ladera abajo a través de la ancha boca de la inmensa gruta. Sus pisadas hacían el mismo ruido que mil torrentes desbocados alimentados por la borrasca.
En el interior de Betres-Zoya, una joven estaba sentada en un banco de piedra, en uno de los miles de recovecos de los límpidos y cálidos jardines de primavera, que coronaban las terrazas de los templos y edificios auxiliares, conformando un ecosistema que se comunicaba a través de puentes, corredores y pasadizos, entre los setos, árboles y centros florales de todo tipo, traídos hasta allí de todos los rincones del mundo, como una especie de cuna donde toda vida tuviera su acogida. Muchas de aquellas especies, de hecho, no se hallaban ya en ninguna otra parte más que en Betres-Zoya y en sus invernaderos y balcones. La joven se encontraba leyendo El camino de la iluminación celestial, escrito por la sabia Minol’Des, en el que, valiéndose de la belleza de los divinos consejos, enseñaba a sus alumnas a encontrar la luz que Anup, como semillas de árboles hermosos, sembró en los corazones, incluso en los más impuros, para que, mediante la elevación de sus facultades, la meditación, la expiación y la implicación del ser en todos las partículas del mundo visible, la inteligencia se vea transportada, como mágicamente, hasta el estado en que ya no tenga que soportar maldades, sufrir dolores ni temer tragedias. Repetía mentalmente, con la quietud del río apacible cuyas aguas se remansan, cerca del final, en meandros y marjales llenos de peces y pájaros cantores, las letanías que llevaban a la contemplación y alejaban de todo pecado: «Estrechos son los senderos que llevan a la luz, pero la luz los atraviesa sin esfuerzo. Prepara, pues, tu espíritu para la salida del sol, para que la luz te encuentre esperando, no como al guardián dormido que deja entrar al enemigo, sino como a la novia excitada que escucha llegar los pasos del amado. Espera en silencio. Adora en silencio. Sé el silencio. Pues tu alma en silencio fue creada, y al silencio ha de regresar al final de los tiempos, cuando ya no quede carne inquieta y débil, ni sentidos ruidosos y traicioneros, y solo reste él, el Gran Espíritu.»
La paz había inundado los sentidos de la joven, de rostro inmensamente bello, armonioso, mientras sus ojos abiertos, de frondoso pelo cobrizo, de pupilas tan azules como un cielo de verano, miraban sin mirar al horizonte, flanqueados por unas pestañas tan largas y negras como una noche de invierno. Estaba tan absorta en la meditación que ni siquiera se dio cuenta de que una sombra había comenzado a oscurecer la ciudad.
De pronto, una voz la distrajo.
—Kiaya, ven dentro —exclamó.
Había en aquella voz un terror vago e impreciso, profundo, inexplicable. Kiaya abandonó bruscamente su postura. Por unos segundos, sus músculos agarrotados protestaron con fuerza. Le sorprendió comprobar que el aire se había viciado de repente por un extraño y nauseabundo olor. Fue este olor la que consiguió que olvidara sus meditaciones. Las viejas que morían en el templo y a las que había que limpiar y vestir para la ceremonia funeraria a veces olían parecido, después de varios días. El recuerdo le provocó arcadas por un instante. Reconocía que era un pensamiento cruel, pero no podía evitar pensar que aquel olor le traía a la memoria aquellas tareas tan poco agradables, aunque tan sagradas. «Son las servidoras de Maenah, que han llevado una vida de sacrificio y dedicación. No merecen de ti ese desprecio», se reprendió a sí misma con severidad, en un parpadeo. Pero luego la sensación de náusea la invadió otra vez y regresó a la realidad corpórea, acuciante y extraña.
Estaba sucediendo algo. Lo notó en el cuerpo. Se activó dentro de ella. La muerte venía a lomos de un veloz corcel. Su imagen se le representó de forma vivísima, como un espectro negro, sin rostro, de gran poder, de movimientos lentos pero poderosos, y la miraba directamente a los ojos; cabalgaba hacia ella, con sus manos de sombra abiertas y ofreciéndole un abrazo tenebroso. Se estremeció de nuevo, y trató de borrar la imagen con las manos, como si fuera neblina que se hubiera aposentado ante sus ojos. Recordó la voz que la había llamado y echó a andar.
Kiaya entró a toda prisa en los recintos sagrados donde las jóvenes sacerdotisas de Maenah consagraban cada día los alimentos rituales que entregarían a la diosa, y que luego repartirían entre los habitantes del recinto. Pues allí no solamente moraban aquellos que buscaban un último refugio para su vida, ni tampoco solo las vírgenes hermosas, seleccionadas entre las casas más humildes de Somnia, que dedicaban su vida al culto de la diosa, sino que se iba acumulando un número creciente de despojados, de fugitivos de la guerra, de refugiados sin hogar, asustados, cansados y famélicos. Las sacerdotisas y sus novicias tenían enormes huertos dedicado al cultivo de toda clase de verduras y hortalizas, invernaderos, graneros e incluso un molino, y pequeños bosques frutales, y corrales y establos donde criaban ganado, pero las provisiones se estaban acabando rápidamente. Por ello, la gobernadora del Templo había ordenado, tiempo atrás, que se racionaran las comidas, y también que nada de lo que se ofreciera a la diosa fuera desperdiciado.
—Pues Maenah entenderá, en su sabiduría, que cojamos algo de su mesa para alimentar a los que la aman y buscan su protección —sentenció—. Si no hemos aprendido a hacer esto con nuestros semejantes, entonces es que no hemos comprendido el corazón de la Doncella.
Solo las sacerdotisas de Maenah tenían permiso para llamarla Doncella. Así hacían homenaje a su propia consagración a ella, que las obligaba a permanecer célibes durante toda su vida. Maenah había despreciado todas las proposiciones que los dioses le habían hecho, había decidido conservar su pureza intacta. Era tremendamente celosa de su intimidad, y despreciaba las pasiones de los hombres y de los dioses, que les hacían arrastrase como bestias por el fango. En una ocasión, había castigado a un dios menos que osó usar su nombre secreto para mofarse de su “espíritu altivo y su vientre seco”. Aquella deidad solía bañarse cada tarde en una poza de agua fresca, junto a las laderas del monte Gat, en las selvas meridionales del este. Allí se solazaba con otras deidades de la selva. De pronto, una anguila monstruosa emergió de la profunda poza, y mordiendo a la deidad entre las piernas, arrancó sus órganos de vida, y se los comió, y desapareció. Luego comenzó a llover un granizo tan intenso y tan grande, que en pocos minutos todo el lugar fue cubierto del pedrisco, y la poza quedó oculta para siempre, y los alrededores ya nunca más fueron fértiles. El lugar fue llamado desde entonces “Pozo callado”.
La guerra había llegado a Betres-Zoya incluso mucho antes de que aparecieran los soldados, como nubes de tormenta que, cargadas de relámpagos, asustan a los pájaros y remueven las hojas caídas en otoño. Los días de paz y soledad de Kiaya primero escasearon, para luego reducirse a fugaces horas de alivio. Pero no tenía otro remedio: aunque no era más que novicia, había mucho trabajo que hacer. Poco a poco, los ratos en que podía simplemente leer, o cerrar los ojos y meditar, eran cada vez menos. Sumida en su oscura celda voluntariamente desde los trece años, había sido feliz los cuatro siguientes con aquel sencillo, tranquilo y religioso estado de vida. Pero aquel día, como un huracán de fuego que incendiara todo al derramarse, y de truenos que hicieran romperse las peñas y quebrarse el suelo, la guerra conmovió toda su vida y le arrebató la inocencia, la juventud y la serenidad. En un instante. Porque las cosas más terribles suceden en un instante, sin avisar. Es entonces cuando se prueba el calibre del que estamos hechos.
Kiaya no era una chiquilla asustadiza. Venía de una familia campesina, acostumbrada al dolor y a las penalidades: Anhelaba la paz, pero era de recio carácter. Siendo muy niña su padre había muerto en un accidente con una mula, que le pateó el cráneo mientras intentaba aliviar su dolor por haberse clavado una rama puntiaguda en una pata trasera; la generosidad fue su perdición. Su hermana pequeña, poco antes de ser enviada Kiaya a Betres-Zoya, cayó en una zanja mientras correteaba por un prado, y se golpeó la cabeza; no murió, pero quedó malherida, y ya no se volvió a levantar del lecho. Entonces los ancianos recomendaron a su madre que la entregara a los dioses, que era tanto como decir que la dejara morir. El procedimiento era sencillo y terrible a la vez. Se abandonaba a la enferma en los portales de un templo: si los sacerdotes o cualquier viandante lo recogían, podían hacer lo que quisieran con ella, pero debían criarla como cosa propia. Si nadie se interesaba por ella, moriría de hambre, frío, o atacaba por los buitres o por las alimañas del bosque. Y así fue. A su madre le dijeron que un leopardo había llegado desde un bosquecillo cercano, atraído por los gemidos de la niña, y que se la había llevado para alimentar a su prole. De esta forma, el círculo de la vida se había cerrado una vez más: los humanos arrebataban las crías de los leopardos para hacerse pieles; los dioses entregaban a los hijos de los humanos para alimentar a las crías.
Cuando su madre entregó a Kiaya al santuario de Betres-Zoya, a través del templo local de su aldea, Kiaya ya estaba preparada para renunciar a todo. Pero cuando llegó a Betres-Zoya, y vio su hermosura, y su grandeza, entonces se dio cuenta de que no había sido encerrada como castigo, sino que había sido bendecida. Desde entonces, la Doncella se había mostrado siempre generosa y dulce con ella. Habían sido los años más felices de su corta vida.
Un nuevo cuerno resonaba en los muros de la caverna. Otro. Gritos de guerra. Humo. Se sobrepuso al susto inicial. Todo a su alrededor estaba a punto de estallar. Las otras jóvenes y los que habían hallado cobijo en el templo eran pasto del caos y del terror. Ella conservó la calma. Se oían más cercanos los tambores y las trompetas de guerra de los kaxeshi, y gritos de todo tipo se expandían por la inmensa caverna. Entre los alaridos de guerra, Kiaya distinguió algunos que le eran conocidos, al menos por relatos de sus superioras. Nunca los había visto, pero no dejaban de hablar de ellos. Allí había visto muchos portentos, pero quizás por ello se había negado hasta entonces a aceptar algunos de ellos.
– ¡Car-Un! -pensó-. ¿Existen de verdad los Centinelas? Creía que Ilkaila solo nos contaba estúpidas leyendas para novicias. Pero eso suena muy familiar…
Los tambores cambiaron de tono y de ritmo. De pronto, había otros diferentes, que respondían a los primeros. Eran como truenos del abismo. Ya no pudo identificarlos. Nunca se había imaginado que la guerra fuera así, un caos informe e incomprensible de ruidos, cadencias que se replican mutuamente, y gritos por todas partes. Sin saber por qué, se contradijo a sí misma, pues se le ocurrió que era mucho peor el silencio que vendría después. “El silencio de la guerra es la muerte”, pensó. “¿Cómo puede el hombre entregarse a tal depravación y no temer el terrible silencio de los cementerios, y el más terrible aún de los campos de batalla? ¿Es que no queda nada bueno en el ser humano, este ser al que Anup creó bondadoso y que se ha corrompido hasta límites en que la noche misma parece clara; la oscuridad, la luz del día?”
Kagwa apareció a su lado azorada y mirando a todas partes.
—Kiaya, Madre te ha encomendado que vayas a buscar al líder de Car-Un, y le pidas que hagan todo lo posible para que no lleguen a la biblioteca. Que se centren ahí, lo demás no importa. ¡No deben llegar a la biblioteca por nada del mundo!
—¿Y toda esta gente? ¿La vamos a dejar desprotegida?
—A mí no me preguntes. Son órdenes de Madre, y son para ti.
Kiaya se sintió desesperada.
—Pero ¿cómo sabré quién es el líder de Car-Un? Además, supuestamente eran una leyenda. ¡Hasta hace un minuto ni siquiera existían para mí!
—¡Yo qué sé! Madre dice que eres lista. Pues haz de lista y encuéntralo. Yo solo soy la recadera.
Kiaya resopló y buscó alguna respuesta, alguna idea a su alrededor. Estaba segura de que Kagwa estaba mintiendo. Madre le habría dado esa orden a la misma Kagwa, pero esta tendría miedo, y por eso se la había pasado a Kiaya. Siempre hacía lo mismo. Además, decían que es en los momentos más penosos cuando cada uno sacaba su verdadera naturaleza; el valiente, aunque hasta entonces hubiera parecido cobarde, se mostraría valiente más allá de toda duda; el cobarde, aunque hasta entonces hubiera parecido valiente, se mostraría cobarde sin remisión alguna. Y Kagwa era todo menos valiente. Pero aquel era un pensamiento malvado, no debía juzgar a su hermana con tanta dureza. Nadie estaba obligado a hacer más de lo que podía. Y ella… Ella tenía que poder. Había trabajo que hacer, como siempre. Tendría que bajar los miles de escalones que unían la Colina Sagrada con la Villa de los Desposeídos y el resto de las edificaciones; internarse en las sombras, guiarse por los fuegos, los gritos y los tambores, y encontrar a un hombre al que no conocía, de una tribu que creía fantasmagórica y llevarle un mensaje que significaba, a todas luces, la muerte de todas sus hermanas y de cuantos se refugiaban en el templo y alrededores. Porque la biblioteca se hallaba en una esquina profunda de la gruta, y estaba rodeada habitualmente de un lago natural que se alimentaba de las conducciones de agua subterráneas que el subsuelo y el clima habían creado durante millones de años. Pero la sequía de aquel año había hecho que los hombres sacasen más agua de los pozos, y los ríos subterráneos se habían secado, y la biblioteca estaba allí, sobre una roca oscura, apenas visible ante las antorchas, pero con el paso libre y expedito. Y si los Car-Un se concentraban allí para defender la biblioteca, entonces el Gran Templo de Maenah y la Villa de los Desposeídos, y las dependencias de las hermanas, y todos los altos y antiguos edificios, todos, quedarían sin defensas, y seguramente serían o habrían sido ya saqueados; y todos morirían, o habrían muerto, ante las espadas y las hachas de los asaltantes.
—Quizás fuera mejor no llevar este mensaje —se dijo Kiaya. —Miles van a morir para proteger unos cuantos libros viejos. ¿No valen más las vidas de los hombres, mujeres y niños? Madre debe de haber perdido la cabeza. Los libros pueden volver a escribirse, pero las vidas segadas ya nadie las restituirá. De todas formas, da igual lo que yo piense, porque los Car-Un harán lo que les plazca, y quizás a estas horas ya estén defendiendo a brazo partido esa biblioteca. ¿Qué habrá allí que es más importante que el Gran Templo? No lo entiendo.
Mientras pensaba, iba caminando como una sonámbula por las grandes escaleras que bajaban a la Villa. Las gentes pasaban a su lado, hacia arriba y hacia abajo, presas del pánico. Los fuegos crecían en las casas, los caballos relinchaban, los escudos chocaban, las piedras caían, y los moribundos gemían y llamaban a sus madres en varios idiomas mientras la muerte les llamaba a ellos. Los ruidos de la guerra se acercaban. Pero ella caminaba extraviada. “¿Por qué no se quedarán con sus madres, en vez de guerrear, si tanto las echan de menos?”, se preguntaba Kiaya. “El mundo entero iría mucho mejor y sería más feliz si los hombres permanecieran con sus madres toda la vida, en lugar de invocarlas a lágrima viva mientras se desangran”.>>
Fantástico texto!
Yo optaría por el título: El Libro de las Canciones Prohibidas.
No está entre tus opciones pero creo que habla por sí mismo. 😉
Un abrazo!
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Pues mira, no sería mala idea… Me alegro de que te haya gustado el fragmento. Ten en cuenta que he cortado en lo mejor🤪
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