
Decía Jesús en el Evangelio de san Marcos, capítulo 13, versículos 24-32:
<<En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.>>
Esta capacidad de ver en los acontecimientos la prefiguración de algo que va a pasar es una rara cualidad que Jesús pide a sus discípulos. Esos acontecimientos han sido conocidos siempre en la tradición cristiana como «los signos de los tiempos». Signos de cambio, signos de destrucción, signos de esperanza… Solo aquellos que saben leer estos signos pueden adelantarse a lo que está por venir, y pueden comprender la grandeza y sentido de los hechos en los que se ven inmersos.
Los signos de los tiempos… ¿Quién los ve? Aquí está la dificultad.
No se trata solo de adivinar cuándo tendrá lugar el Apocalipsis, si es que algún día tiene lugar, o de calibrar la fortaleza de fe de los creyentes, sino de aplicar también esta enseñanza sobre los signos de los tiempos a toda condición y situación humana. En especial, a los grandes procesos y fenómenos que envuelven y arrastran a las sociedades. Hoy, nosotros, como en tiempos pasados, estamos llamados a conocer los signos de los tiempos, a conservar la atención despierta, y a adelantarnos a los acontecimientos futuros.
A esto se dedican, sesudamente, los estudiosos de la tierra. Unos estudian la economía; otros, la sociología; otros, la política; hay quienes incluso estudian el clima, y tratan de prever qué sucederá con el planeta dentro de cien años. Y cada uno en su área trata de descubrir qué acontece, y por lo que esto, lo que acontecerá. Es decir, leer los signos de los tiempos, interpretarlos y advertir la llegada del verano por el brote de las hojas de la higuera; o la cercanía del invierno por los vientos que cambian de rumbo.
En realidad, el contenido de los grandes medios de comunicación se destina, en una buena parte, a la fascinante tarea de identificar e interpretar estos signos. No faltan los analistas políticos, que hacen cábalas sobre las próximas elecciones o los pactos que serán necesarios para tal ley o tal otra. No faltan los economistas y profesores universitarios, que advierten sobre futuras crisis económicas o sobre la subida o la bajada de la inflación, o que peroran sobre los últimos datos de la población desempleada. Y tampoco faltan los comentaristas y columnistas que sermonean sobre distintos aspectos de la vida del país, tratando de poner negro sobre blanco el fin previsible de los procesos y hechos que observamos en el presente. Unos creen que el gobierno caerá pronto porque no será capaz de aprobar los presupuestos. Otros piensan que la administración aprobará una reforma fiscal. Otros estiman que se encontrará a cierto criminal que anda fugado, o que el número de delitos aumentará si se permite la llegada masiva de extranjeros. Por supuesto, otros piensan que todo es una gran confabulación de los poderosos y que algún día se sabrá la verdad; estos, en particular, son auténticos creadores de «signos», los ven por todas partes, quizás por eso son los más peligrosos, como en el cuento del lobo. Pero el ejemplar más divertido e insoportable de todos cuantos discursean sobre estos signos es, sin duda, el conocido popularmente como «cuñado»: este sabe de todo, se siente capaz de prever cuándo caerá la bolsa, qué se llevará en la moda el año que viene, quién ganará la Liga de fútbol, incluso lo que sufrirá el planeta en una década «si seguimos jodiéndolo». Estoy seguro de que hemos conocido algún ejemplar de este singular «predictor».
Todos, en mayor o menor medida, nos dedicamos a adivinar el futuro, por los signos que se nos muestran.
Y, sin embargo, seguimos siendo ciegos. Cuando viene una crisis económica de verdad, suele pillarnos con el pie cambiado. Cuando surge una pandemia histórica, nos atropella porque nadie quiso hacer caso de los avisos. Cuando estalla un volcán, resulta que arrasa una isla en que las construcciones, como suele suceder, no seguían parámetros en los que se pudiera prever un hecho así. Las riadas se llevan barrios enteros edificados en cauces antes secos. Las empresas no tienen margen de maniobra cuando los costes suben como consecuencia de una subida fiscal. Los inversores no ven a tiempo el potencial de una pequeña empresa y dejan pasar la oportunidad de apoyarla cuando sus acciones están más baratas. Los padres se despiertan un día y se dan cuenta, normalmente con dolor, que sus hijos han crecido y ya no son los niños que creían que seguían siendo. Las parejas se van deteriorando con el paso de los años, sin que ninguno de los dos amantes quiera ver el triste final que se avecina, hasta que es demasiado tarde. Algunas personas parecen afanarse en arruinar sus vidas, y por mucho que se les advierta, jamás dan un paso atrás ni rectifican, probablemente porque no ven el precipicio hacia el que corren. Los países no están preparados para los cambios. Los deseamos con la misma facilidad con que negamos en nuestro interior que se puedan producir. Por eso, siempre los tiempos nos arrollan: porque somos ciegos que caminan de la mano de ciegos.
Y digo yo: ¿No será que no sabemos interpretar ni conocer los signos de los tiempos? Porque esos signos están ahí… ¿O no? Pero si están ahí, la cuestión es: ¿cuáles son los signos de nuestro tiempo?
¡Ay, si yo lo supiera! Seguramente sería rico y no estaría aquí, hablando con vosotros. Yo no soy un visionario, yo no soy un profeta, ni siquiera soy un sabio. Solo soy un escritor que observa, que medita y que comenta; y que normalmente observa mal, se equivoca cuando medita y comenta naderías. Por consiguiente, mi palabra no vale nada cuando se trata de valorar lo que sucede ni prever lo que sucederá. Aun así, me atrevo a hacer algunos comentarios que quizás puedan iluminaros, o que a lo peor os parecerán tonterías.
En primer lugar, los desastres naturales no son signos de nada. La historia geológica apoya esta conclusión. Ha habido terribles desastres antes, y los seguirá habiendo después. Solo que no guardamos registro escrito y científico de ello, tan solo recuerdos, retazos de historias, leyendas quizás. Pero hubo erupciones, terremotos, tormentas, huracanes, edades glaciares, incendios, desertificaciones, inundaciones… y las seguirá habiendo. Relacionar todas estas cuestiones con el fin del mundo, o atribuirlas todas y en general a la acción del hombre es, sencillamente, una estupidez. Hay quienes quieren ver por todas partes la acción de un calentamiento global. Son los mismos profetas del apocalipsis que predijeron el fin del mundo en el año 1000 o la caída de la sociedad en el 2000. Necesitan siempre algo horrible a lo que agarrarse; y si es posible sacarle un rendimiento económico, mejor que mejor.
En segundo lugar, sociedades pobres y ricas ha habido siempre. Es más, cada vez hay más ricos y menos pobres, y esto no es una opinión, sino un dato estadístico. La gente que muere de hambre es cada vez menos. La gente que muere de enfermedades que en otro tiempo eran mortales es cada vez menos. Eso sí es un verdadero «signo de los tiempos». El bienestar y la salud se están universalizando cada vez más. ¿Por qué? Yo no soy economista, eso se lo dejo a ellos. Pero es un dato cierto, reconocido por todas las autoridades y organismos internacionales. La tecnología ha ayudado mucho en esto, porque ha acercado a hombres de todos los lugares del mundo, ha universalizado la comunicación, ha permitido el conocimiento mutuo y los intercambios culturales y económicos. Esta es probablemente la senda que hay que seguir para llegar a un mundo más justo, que no es más igualitario, sino en el que ciertos males impropios de la dignidad del ser humano hayan quedado erradicados, como la inanición, las enfermedades infantiles, o la pérdida de libertades en regímenes totalitarios.
En tercer lugar, está el asunto de la cultura, que no puede ser paradójico. En general, el nivel cultural medio ha aumentado, y conocimientos como la escritura o la lectura son hoy casi universales. Hace no tantos años, mis abuelos no sabían leer ni escribir. Hoy en día, esto no solo es impensable en España, sino que podemos decir que la educación básica es casi completa en todo el planeta, con algunas excepciones que no son de importancia, porque la tendencia es imparable. Pero a la vez, han descendido, sin duda, las cualidades culturales de las clases más cultas, y se ha generalizado una cultura popular cuyo nivel medio dista mucho de las creaciones artísticas de tiempos pasados. Es decir, hay muchos millones de personas más, pero en proporción el número de personas que producen «objetos culturales» de extrema calidad (música, literatura, pintura, arquitectura…) y el número que las consumen y las promocionan (como mecenas) ha descendido notablemente. Hoy sería impensable una nueva Florencia, por ejemplo, porque no hay quien la cree, no hay quien la sueñe, no hay quien la diseñe. No digo que sea imposible un nuevo Leonardo, o un nuevo Miguel Ángel, sino que la vulgarización de la cultura de las élites (otro signo de los tiempos) ha dado lugar a nuevos gustos populares, que son detectables e identificables porque son eminentemente menos lustrosos, menos ambiciosos. No volverá a nacer un Mozart; y si nace, el reggaeton callará su música.
Otro signo de los tiempos: Europa y América del Norte carecen de nacimientos suficientes. A veinte años, eso significa: pérdida de identidad cultural, mayoría de los descendientes de los inmigrantes llegados ante la necesidad de mano de obra, y finalmente cambios legislativos a gran escala que darán lugar a la orientalización o africanización de la Europa y de América del Norte. Esto supondrá una nueva mezcla de culturas, un nuevo mundo, diferente, no sé si mejor o peor, pero diferente. Probablemente, habrá una época de caos y decadencia, como sucede siempre que las civilizaciones viejas acaban por derrumbarse, lenta pero inexorablemente, y de las ruinas de estas civilizaciones, con las nuevas semillas que se siembren entre sus escombros, surgirán nuevas sociedades. Pero si alguno cree que lo que ahora existe es lo mejor, y se aferra a ello, debe saber que desaparecerá por su propia miseria moral, por su propia decadencia. Los europeos, entregados al narcisismo y al placer de vivas cada vez más perezosas, que tiemblan ante el dolor y el esfuerzo de criar hijos, palidecerán y acabarán desapareciendo ante el empuje de los pueblos cuya descendencia se multiplica cada generación. Y las mismas reglas democráticas de la mayoría acogerán a esta descendencia, y le darán poder para hacer y deshacer.
Y podríamos seguir… ¿hasta dónde? No lo sé. Cada uno que observe la realidad a su alrededor y saque sus propias conclusiones. Probablemente las mías sean del todo equivocadas. Ni pretendo enseñar nada a nadie ni pretendo estar en lo cierto. Mi única intención es advertir de que este don de la interpretación es un don escaso, y que de todos los «expertos» que nos hablan diariamente en los medios de comunicación, quizás habría que cribar a mil para encontrar un verdadero «maestro».
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