Queridos somnianos:
Este artículo es muy importante. Casi diría que es trascendental. Tú puedes ser importante hoy para mí.
Canción Eterna salió al mercado en primavera del año 2020, y estaba planeada su presentación para el día 13 de marzo de 2020, evento que no se pudo realizar a causa del coronavirus. En efecto, amigos, la fecha de presentación estaba fijada desde mucho antes, pero tuvo que suspenderse porque estalló la gran crisis del Covid-19. El Gobierno de la región donde vivo canceló cualquier evento cultural de esa semana. Y os recuerdo que, el día 14 de marzo de 2020, el Gobierno del País decretó el confinamiento domiciliario. ¡Todo se fue a la porra!
De modo que, sin querer hacerme la víctima, a mí el Covid-19 me afectó doblemente: me afectó como a cualquier otra persona no contagiada, porque vi limitados mis derechos fundamentales y mis libertades públicas, y amenazada mi salud y la de los míos; pero también me afectó como escritor, diría que incluso me arruinó, porque no pude presentar públicamente y en persona mi gran novela. Siempre he dicho que Canción Eterna también tuvo el coronavirus, que nació con él.
Yo comencé a escribir la segunda parte de Canción Eterna antes de publicarse la primera, pero cuando verdaderamente tomó cuerpo fue en ese verano del Covid-19. Desde entonces, no he dejado de escribirla casi ningún día, poco a poco, letra a letra, línea a línea. Y si no he ido más deprisa a veces no ha sido por falta de ganas o de inspiración, sino por el agobio diario y, sobre todo, por culpa de mi dolencia de cuello, que ya conocéis aquí en esta página. Os he dado la lata más de una vez con mi dolor, que me convierte en una momia, tumbado en la cama sin poder moverme.
A pesar de ello, el manuscrito ha pasado la edad de la adolescencia, ha madurado y se ha convertido en un ladrillo que ya podría servirme para impedir que mi coche caiga por la cuesta abajo. Pero no os toméis esto en el sentido de que es aburrido, en realidad, a mí me parece mucho más divertido, rico en conceptos e ideas, y más profundo psicológicamente, que el primero. Si leísteis Canción Eterna y os quedasteis con ganas de más, la segunda parte no os decepcionará. Además, en esta segunda parte por fin vais a conocer al gran héroe de la historia, del cual oísteis hablar mucho en la primera parte, sin que pudierais verlo actuar y hablar en persona. Os aseguro que la espera valdrá la pena. Ároc no es un héroe cualquiera; no es el típico tipo duro que puede con todo, ni tampoco es el hombre medio al que una ocasión afortunada convierte en protagonista a su pesar. Aquí hay mucho que contar, creedme; Ároc es el personaje más interesante del que se ha escrito en los últimos años: es poliédrico, vive torturado, pero no es un monstruo; es poderoso, pero sabe amar y tiene paciencia con quienes lo desprecian; y es peligroso, mucho más de lo que creen sus enemigos, y sus amigos…
Si no leísteis Canción Eterna, aún tenéis varios meses para leerla, antes de que se publique la siguiente. No perdáis el tiempo, porque Canción Eterna es larga. No obstante, no se hace pesada, o al menos eso creo yo, el autor. Los que la han leído, pueden dar fe de ello.
¿Y cómo va el manuscrito de la segunda parte? Va bien, pero no tanto como me gustaría. Aun así, ya tiene casi 900 páginas de extensión en word, lo que asegura que, en su versión final en libro de papel, será bastante más extensa que la primera parte. Puede que incluso el doble.
Os necesito. ¿Por qué? Porque aún no tengo nombre para esta segunda parte. Por eso, os ofrezco varias respuestas, y necesito que votéis vuestra favorita, aunque también podéis poner alguna alternativa en comentarios. Para motivaros a participar, os voy a hacer un regalo que podréis leer más abajo: en exclusiva, el PRIMER CAPÍTULO de la segunda parte de Canción Eterna, tal como figura ahora mismo en mi manuscrito (por supuesto, no está permitido copiar ni tampoco citar). Os recomiendo que lo leáis antes, para haceros una idea del tono y temática de esta segunda novela de la saga.

A CONTINUACIÓN, OS DEJO EL PRIMER CAPÍTULO DEL MANUSCRITO DE LA SEGUNDA PARTE. Espero que os guste. Quiero comentarios aquí a tope, ¿eh? Y si queréis mandarme un whatsapp, podéis hacerlo gracias al formulario que dejaré al final de esta página. ¡Nadie que lea el texto se puede ir, sin enviarme un mensaje y decirme si le ha gustado!
Comenzamos:
«Taryan temía a la muerte y a la soledad, y pensaba mucho en ellas. Vivía con furia. Un fuego ardía en su interior, que amenazaba continuamente con incendiarlo todo. Solo el amor podía apaciguarlo.
Vosotros, que escucháis las leyendas que cantan los bardos, que trabajáis la tierra dura por la escarcha del invierno o que leéis los viejos pergaminos enterrados en mohosos arcones, dejad vuestras labores y atended ahora, con las potencias de vuestra alma en suspenso, para que conozcáis lo que no se ha contado y sepáis lo que no ha sido descubierto.
Hay muchas más cosas en Somnia de las que vemos con nuestros ojos. Y yo he de mostrároslas, aunque no sea un hombre excepcional, sino un simple escriba sin nombre. Fui escogido por Anup para cantar las Canciones Prohibidas, comenzando por las gestas de aquel que cambió de nombre mil veces, y que mil veces conoció la muerte a la que temía, pues la trajo al mundo, y que, sin embargo, finalmente, abrazó la vida.
La gloria del héroe es imperecedera, y la fama del guerrero, inmortal. Los siglos hablarán de quienes vivimos en este tiempo de dolor, y cantarán las loas de los hombres y los dioses que lucharon en esta guerra; los niños se aprenderán de memoria los nombres de los que tuvieron que sufrirla, unos para la victoria, otros para la derrota. Esta canción perdurará eternamente en el alma de los pueblos que nos sucedan. Pero todo empezó hace mucho, mucho tiempo, cuando los hombres eran jóvenes, los dioses andaban aún sobre la tierra con formas terribles y el barro de Apsu no se había secado del todo en los miembros mortales.
En aquel tiempo, no había reinos, ni imperios, ni ciudades altas y rocosas, ni los barcos surcaban el mar, ni las armaduras eran de hierro, ni había carros de ruedas redondas, ni los sabios escribían con sus punzones en las arcaicas tablillas de arcilla, allí, en los salones de los templos repletos de ofrendas. Los monstruos caminaban bajo los árboles o vivían en las cavernas; fieras de tamaño descomunal discutían al hombre el dominio del mundo, y otros muchos seres y razas que ya no son más que leyendas mostraban linajes antiguos y vigorosos.
Entre todos ellos, los seres humanos eran la especie menos prometedora. En aquella época oscura, los hombres se reunían en tribus desperdigadas aquí y allá sobre la faz de la tierra. Algunas eran nómadas, pero la mayoría se asentaban en un territorio y se alimentaban de lo que la tierra producía.
Los Sogures eran una tribu más, y no la mayor. Vivían en las tierras del norte, más allá de las Montañas de las Nieves del Verano, donde eternos bosques cubrían las laderas neblinosas de las colinas, y las marismas y los arroyos rodeaban y alimentaban el río Groud, a lo largo de miles de kilómetros sin fin que iban a morir al oeste infinito. Su tribu crecía y se extendía por aquellas tierras remotas, cuando no había nadie que pudiera contarlo en pergaminos ni libros, y solo los pastores solitarios y los chamanes sabían las viejas historias.
Entre los Sogures, Taryan despuntaba en fuerza y destreza. Los dioses le habían otorgado grandes dones. Como cazador, no tenía rival: suya era la gloria de haberse enfrentado solo al irascible mamut, de haberle hecho frente en el acantilado, y de haber sobrevivido, para ver muerto a su enemigo lanudo. También en la guerra se distinguía. Nunca rehuía una pelea. Manejaba bien el arco, pero con la espada se movía como el viento entre los árboles, invisible y poderoso. Tenía las espaldas tan anchas como un uro. Cuando andaba, parecía tan musculoso y salvaje como un león. Los hombres lo respetaban, incluso lo admiraban. No llevaba sobre el hombro la zarpa del tejón, animal patronímico del clan, que solo podía vestir el jefe, pero portaba sobre sí el liderazgo más real: el de la fuerza.
Deseoso de ganárselo como aliado, Nakra, el jefe, le prometió la mano de su hija Ail, una mujer hermosa y de voz delicada, a la que Taryan amaba. Pero esto despertó la envidia secreta de Bruz, otro gran guerrero, que también estaba enamorado de Ail, y que competía con Taryan en gestas y peligros.
Cada uno de ellos había reunido en torno a sí a varios hombres del clan, por lo que se formaron dos bandos enfrentados. Siempre que Taryan salía con su compañía a cazar, Bruz trataba de que los suyos fueran y trajeran más piezas; y si no podían lograrlo, no dudaban en trampear, en molestar, incluso directamente en atacarlos para que fracasaran. Siempre que Taryan salía con su compañía a alguna misión ordenada por el jefe, quizás para atacar a una tribu enemiga que había robado territorios o que había dañado a algún aliado, Bruz iba con los suyos para estropear sus afanes; en ocasiones no tenía reparos en ayudar a sus enemigos o avisarles del ataque de los hombres de Taryan. Así buscaba siempre la ruina de Taryan y, en cambio, procuraba su propio encumbramiento, sin importarle el daño que provocara a su propia tribu.
Taryan no quería quejarse de él ante Nakra, el jefe. Despreciaba sus argucias, mas no deseaba ser considerado un hombre débil que necesitaba que otro resolviera sus problemas. Además, no le parecía bien actuar por despecho. Esperaba poder pedir explicaciones a Bruz personalmente, en el momento oportuno y en secreto, sin revelarlo siquiera a su prometida. Ail sentía un profundo temor cada vez que veía a Bruz, y no dejaba de pedir a Taryan que se apartara de aquel hombre, pues tenía sobre sí una marca que apestaba a maldad. Pero Taryan trataba siempre de calmarla y le respondía que ningún hombre podría dañarla mientras él estuviera con ella.
Sucedió entonces que Nakra ordenó a Taryan que fuera con su gente a cazar una gran manada de lobos que bajaba de las montañas y hacía gran matanza de ciervos y jabalíes, y que de vez en cuando atacaba incluso los rebaños de la tribu y a sus pastores. Bruz, que tenía oídos cerca del jefe, lo supo y pensó cómo podía dañar el propósito de Nakra y acabar a la vez con la vida de Taryan. Siendo aún de noche, salió del poblado, mientras los hombres de Taryan dormían; y, cabalgando por tierras oscuras, llegó hasta la morada de Húra, jefe de la tribu rival, que odiaba a Taryan, pues mucho lo había dañado éste cuando ambas tribus habían disputado. Húra era tuerto del ojo izquierdo, tenía en la frente una gruesa cicatriz, que Taryan le causó en una batalla, y el brazo izquierdo atrofiado por una caída, pero su voluntad de poder y su ira no habían hecho más que aumentar con los años; y había ganado en astucia y en bienes. El rencor por las viejas rencillas se había convertido en odio implacable en su corazón. Bruz y él tenían, pues, un enemigo común. Cuando Bruz apareció, Húra supo que había llegado la oportunidad de vengarse que llevaba tanto tiempo esperando. Y sin esperar a conocer el plan de Bruz, hizo que sus mujeres cantaran para él y que sus hombres lo ovacionaran.
Recibido como un amigo y un héroe, Bruz se cegó. Enardecido y viéndose ya jefe de los suyos, con el apoyo de amigo tan poderoso, le narró sus planes y sus fracasos, y le informó de la misión de Taryan y de sus hombres, y le prometió con todas las fórmulas de los hombres y de los dioses que, con su ayuda, pronto le entregaría las cabezas de Nakra y de Taryan. Con el calor y el arrobamiento del vino, le habló apasionadamente de Ail y se dejó llevar por sus sueños de lujuria. Festejaron en la gran tienda de la tribu, acompañados por los guerreros de Húra, brindando con sangre de oso especiada y caliente, como solían hacer siempre antes de partir a la guerra, aunque no fueran a entrar inmediatamente en batalla. Húra leyó en su corazón la malicia, el deseo y la ambición, y supo que aquel hombre le permitiría vencer sin sangrar, y resolvió que lo encumbraría con todo su poder, y le entregaría los recursos de su casa, hasta que tuviera en sus manos su cuello, y pudiera apretarlo a su gusto. Se imaginó ya dueño de vastas tierras de caza, y vio a sus enemigos a sus pies, y sus brazos cubiertos brazaletes de oro, y su tribu numerosa y fértil. “¡Qué extraños son los caminos de los dioses!”, pensó. “Me han entregado sin buscarlo lo que llevo tantos años persiguiendo con esfuerzo. Seamos generosos, pues, ahora con las promesas y los dones, para después tomar a manos llenas la recompensa”. Bruz era la respuesta a sus oraciones. Aunque lo hubiera proyectado él mismo, la cosa no podría haber sido más propicia. Como le había enseñado su propio padre, que había sido un guerrero formidable, en las guerras siempre había un traidor que creía que estaba haciendo el bien. Solo hacía falta saber aprovecharlo. «Los hombres pequeños son grandes traidores. Padre, tú lo sabías y me lo repetiste muchas veces. Me dijiste que me guardara de los hombres pequeños, y que los favoreciera solo cuando pudiera servirme de ellos para traicionasen a mis enemigos», le dijo Húra con su pensamiento. «Tenías razón, ha llegado la oportunidad de la que tanto me hablaste».
Brindaron y comieron, y sellaron su alianza con un juramento de sangre ante los dioses de Húra. Este le prometió a Bruz oro en abundancia y la jefatura de su propio clan, y le aseguró que asistiría a su matrimonio con Ail, la de cabellos suaves y pechos pequeños, para sellar la paz entre ambas tribus… una vez que hubiera podido escupir y mear sobre las cabezas de Taryan y de Nakra.
Tras de la opípara cena, regados por el vino y teñidos de sangre de oso, Húra ofreció a Bruz algunas de sus propias esclavas, para saciar su lujuria. El clan de los Bárculers aún conservaba la vieja costumbre de esclavizar a los rehenes y a los extraños; el jefe disponía de la vida de cualquiera que estuviera bajo su mando, de su cuerpo y de su alma, pues Húra no solo era líder y guerrero, sino también chamán. Bruz envidió aquel poder, y se prometió instaurarlo entre los Sogures cuando fuera su jefe.
Cuando hubieron disfrutado de las esclavas, sacrificaron a un prisionero que Húra mantenía vivo para una ocasión especial, y con la ofrenda de su sangre aún caliente, repitieron su juramento ante el altar de los demonios de la oscuridad, para aplacar su envidia y su furia, en lo más recóndito de la montaña, rodeados solo por los otros chamanes del clan, que fumaban hierbas extrañas y llevaban máscaras grotescas, mientras cantaban canciones sin letra con voces guturales. Qué revelaciones les concedieron entonces sus oscuros tótems sin nombre y qué sacrificios futuros les exigieron, nadie lo sabe, pero allí se dieron la mano como hermanos, y allí también Húra prestó a Bruz cinco guerreros expertos en el arte de matar, que lo acompañarían bajo su mando, y que le ayudarían a lograr los secretos planes que habían trazado. No quiso Húra que aquella tarea fuera encomendada a los hombres de Bruz, pues temía que pudieran palidecer ante Taryan o Nakra en el momento crucial, y por ello Bruz se vio, de pronto, solo en medio de jaguares hambrientos que no conocía. Pero ya no podía echarse atrás.
«Si lo rechazo ahora, acabarán conmigo aquí, en lo profundo de la tierra, y nadie oirá mis gritos ni vendrá en mi auxilio». Bruz sintió miedo, y su voluntad orgullosa se doblegó.
Así pues, Bruz asumió el mando de aquel grupo, se despidió de Húra a la entrada de la caverna y ambos se perdieron en la noche.
En aquel mismo instante, a muchas leguas de distancia, Taryan despertó. Era una noche de principios de primavera. En silencio, se preparó y se presentó ante la puerta de la casa de su prometida, aunque los que iban a ser desposados tenían prohibido verse a solas en los días que antecedían a su boda. Ella lo esperaba, según lo convenido entre ambos mediante un mensaje secreto. Y sin que nadie lo notara, se dieron la mano tras la cabaña del jefe y se quedaron mirándose largo rato. Se dijeron juramentos de amor muy en silencio, y se despidieron por poco tiempo, pues estaba previsto que se casarían cuando la primavera estuviera en su esplendor y llegasen por fin los primeros frutos. Taryan estaría fuera varias semanas. De manera que a su vuelta lo esperaría su novia con todo dispuesto para mudarse a su nuevo hogar, tras los ritos y las fiestas ante los dioses y los hombres.
Taryan partió al rayar el alba con sus hombres, que lo esperaban despiertos junto a la Piedra del Brujo. Todos se sorprendieron al verlo sonriente, pues Taryan jamás reía si no era por una buena razón, y su rostro de ordinario era severo, aunque no triste. Eran nueve hombres y nueve caballos en los que cargaban lo necesario.
Marcharon lejos, anduvieron sin descanso, cabalgando cuando el lugar lo permitía; recorrieron los valles y las montañas, y buscaron a los lobos en sus guaridas, arriba donde la nieve y las rocas formaban un único paisaje. Y cumplieron su misión tan bien, que ninguna bestia quedó en aquella región: las que no murieron a sus manos, huyeron lejos. Vaciaron los cubiles y ganaron hermosas pieles para las mujeres y los niños; pieles que les servirían para otros inviernos, y los calentarían en otras noches frías.
Un tiempo después, el hielo de las cumbres comenzó a correr por los arroyos, primero en sedientas corrientes y finos hilos transparentes, luego en incontenibles torrentes y cascadas. Entonces Taryan sintió nostalgia de su amada y dio orden de volver al poblado. Y bien lo celebraron sus hombres, que también tenían mujeres e hijos, y estaban cansados de vagar por lugares desiertos y perseguir sombras y aullidos en la noche.
Fue este el momento que los sicarios de Bruz eligieron para separarlo de sus hombres y tratar de matarlo, pues desde mucho antes los seguían y rastreaban todos sus pasos. Eran ocho los que iban con Taryan, pero él los superaba en todo y los conducía el primero de todos a la batalla o a la caza. Aquella mañana, vadeando un arroyo en el bosque, la niebla era muy densa. Taryan creyó ver un gran ciervo blanco a lo lejos bebiendo de la fresca corriente y avivó a su caballo, esperando que sus hombres pudieran seguirle. Sus enemigos conocían su fogoso ímpetu, y habían previsto que se lanzaría como el rayo tras el hermoso animal, que aquellos mercenarios habían capturado, para soltarlo precisamente en aquel instante, convenientemente disfrazado con nocivas artes de hechicería.
Pronto la niebla impidió a los compañeros de Taryan seguirlo de cerca. Tres hombres salieron de pronto entre las brumas y con lanzas y flechas los atacaron, hiriendo y matando a uno de ellos, mientras miraban a todas partes, perdidos y confusos. Esto bastó para entretenerlos e impedir que acudieran a tiempo a salvar a su capitán. Los atacantes salían de las sombras con rapidez para herir, y se escondían de nuevo en ellas, hasta que uno de los de Taryan, llamado Dúsh, más astuto que los otros, conoció el ardid y con saña puso en fuga a dos de los asaltantes y mató al tercero.
A Taryan lo siguieron los otros dos asesinos que acompañaban a Bruz, y éste mismo; y en una pendiente lo hicieron caer del caballo, pues habían dispuesto trampas alrededor, para que Taryan no pudiera huir, ni ninguno de los que iban con él. Por un segundo, el capitán se desmayó; y cuando volvió en sí, tres hombres se aproximaban hacia él con las espadas desenvainadas. Ya se acercaban y estaban a punto de alcanzarlo. Pero él, dando un salto, rodó hacia un lado y tuvo tiempo de sacar su espada, y los hizo frente, a pesar de que eran tres contra uno. Pero la destreza de Taryan y su fuerza no tenían comparación, y durante unos minutos se movió a su alrededor con ligereza y astucia, dañándolos, como el viento entre las ramas de los árboles de otoño, que hace caer las hojas aunque no ves de dónde viene ni a dónde va; y ellos no lo vencían. Reconoció entre ellos a Bruz, y le dirigió la palabra al refrenar ellos su ataque, cansados por su resistencia.
—¿Qué es esto, Bruz? ¿Quiénes son estos hombres que traes contigo y por qué me atacas con tanto odio? ¿Acaso te he ofendido yo en algo para que desees mi muerte?
Mientras preguntaba, llegaron los dos mercenarios que se habían quedado atrás, y los cinco hombres lo rodearon, implacables, dispuestos a acabar con él. Entonces Bruz, satisfecho, rio alto y le respondió con soberbia:
—Estúpido Taryan, ¡cómo esperaba este momento! Tú siempre has querido ser mejor que yo en todo. Sí, en muchas cosas me has superado, pero no en todas. Yo no soy tan fuerte ni tan noble como tú, pero, en cambio, soy más astuto. Ahora ha llegado el momento de mi venganza. Despídete de tu vida, perro. ¡Yo soy el jefe y tú no podrás arrebatarme lo que me pertenece por derecho!
Pero Taryan le contestó:
—¿De qué estás hablando? Ya hay un jefe entre los Segures. ¿Por qué habríamos de preferirte a ti?
—A estas alturas —replicó Bruz—, Nakra duerme entre los gusanos, junto con su bella hija—. Y sabiendo cuánto era el amor de Taryan por su prometida, añadió: —Si hay algo que jamás olvidaré, es el olor de su cuerpo y de sus cabellos, y la tersura de su piel. Por desgracia, chillaba demasiado mientras la violaba, y tuve que rajarle el cuello para que se callara hasta que me vacié entre sus piernas.
Aquellos bastardos rieron con sorna la maldad de Bruz.
—Ail —gimió Taryan, con un dolor que se clavó en su corazón y lo rajó de parte a parte, haciéndolo sangrar como ningún otro hasta entonces ni después.
—No pongas esa cara —le corrigió Bruz—, pues yo también la amaba, ¿sabes? ¡Yo la amaba incluso más que tú!
—Si la amabas, ¿por qué la mataste? —gritó Taryan, a punto de desmayarse de dolor.
—¿Por qué la maté? ¿Por qué la maté? —chilló Bruz, fuera de sí—. ¡Porque ella te amaba a ti! ¡Por eso la maté! Porque podía hacer mío su cuerpo, pero jamás su corazón. Le prometí que la trataría bien, que querría mucho a nuestros hijos, pero no quiso acceder a casarse conmigo bajo ningún concepto. Fui amable con ella, le prometí que tendría todo cuanto pudiera desear… Pero ella seguía sin acceder. Me despreció y me dijo que jamás tu recuerdo se borraría de su corazón. Así que la maté. ¿Y sabes lo que más me dolió? Que mientras moría… ¡mientras moría te llamaba a ti…! Por eso nunca podré perdonarte que me hayas arrebatado a la mujer que amaba.
Taryan se sintió invadido entonces de una cólera enloquecida y los atacó; y aunque eran más y lo tenían rodeado, su valentía los confundió. Antes de que pudieran reaccionar, había matado a uno de los asaltantes y había herido a otros dos que habían tenido tiempo de defenderse.
Siguiendo los gritos, ya se aproximaban algunos de los amigos de Taryan, y lo llamaban a voces. Entonces Bruz se asustó tremendamente, temeroso ante la visión de Taryan fuera de sí, y huyó con el caballo de Taryan, que ya se había recuperado de su caída y se encontraba a pocos pasos, nervioso. Al verse abandonados por el intrigante Bruz y saber que los amigos de Taryan caerían sobre ellos, los hombres de Bruz se rindieron y pidieron clemencia tirando sus armas. Pero allí la violencia cruel de Taryan se había despertado y ya nada podía aplacarla. No les perdonó la vida, sino que los asesinó, rebanándoles el cuello y separando sus cabezas de sus cuerpos con la rapidez con que la cobra muerde a sus presas. Ni siquiera esperó a que sus compañeros lo encontraran. Viendo a sus enemigos caídos, y sabiendo que Bruz había huido, todavía embargado de una ciega ira, corrió durante varias horas, buscando a Bruz. Pero no lo encontró.
Sus compañeros, a su vez, lo buscaron a él. Lo llamaron por todas partes, viajaron hasta los límites de las cordilleras, esperando hasta que las nieves se hubieron derretido por completo, avergonzados de regresar a su poblado sin su capitán, aunque deseaban ciertamente abrazar a sus esposas. Pero finalmente abandonaron la búsqueda, y con pesar se apresuraron hacia sus hogares.
Taryan, enloquecido, perdió el rumbo y la cordura; vagó por los bosques y las montañas. Se escondía de los vivos y caminaba entre los muertos. Comía raíces y carne podrida, si no podía cazar, y bebía de los charcos de lodo, lamentándose por los valles y los riscos. Como un espectro depositado en lo más hondo de una tumba maldita por la peste, su cuerpo se consumía y su alma se envolvía en sombras cada vez más negras. Ya no deseaba vivir, y todo le producía náusea. Se enfrentaba a las bestias para que lo mataran, sin armas, con las manos desnudas. Pero todas huían ante su semblante. Incluso la muerte le daba la espalda. Y el dolor no dejaba de crecer en su interior, como un huracán que al contacto con el océano se multiplicaba y se fortalecía, alimentándose de las aguas infinitas y de los vientos desatados.
Al fin, una noche, perdido y angustiado, desesperado por la negrura de su espíritu, encontró un elevado montículo donde había un altar de piedra sobre una pesada base, y a su alrededor un pavoroso osario; tenebroso santuario donde brujos inmundos sacrificaban seres humanos a un demonio de la noche y de la muerte, al que ni los mismos Poderes osan nombrar.
Uno de aquellos indignos oficiantes se hallaba en lo más alto, tomando las vísceras de una de sus víctimas en sus manos, mirando hacia el futuro mediante las artes de la magia negra. Pero Amhesmu conocía la desgracia de Taryan, pues la telaraña del destino los unía. Tenía para él perversos planes. Entonces le habló, apareciéndosele sobre el altar manchado de sangre. Y el oficiante se hallada junto a Taryan, adorando al demonio. Con palabras dulces acarició los oídos de Taryan, e insufló en él deseos de consumar su venganza, y lo engañó con artes malignas, para que tuviera por enemigo a todo el género humano. Y le dijo:
—Si me sirves con fidelidad, te alzaré sobre todos los hombres, guerreros y señores, te daré dominio sobre todo lo viviente, y nada te será negado. Podrás vengarte de Bruz, tu enemigo, y de toda su progenie, y de la tribu que no salió en tu defensa, y de cuantos tramaron tu mal. Y cuando todo haya terminado, con mi poder traeré de entre los muertos a la que tanto amas.
Le mostró en su mente los reinos que conquistaría, las riquezas que serían suyas, los poderosos e invencibles ejércitos que conduciría en la batalla, y allí, al final del camino de la guerra, en la azotea de una alta torre, a la luz de la tarde cálida, a su esposa, entre sus brazos, cubierta tan solo con una leve túnica de seda transparente.
Un encantamiento de ira, crueldad y venganza cayó sobre Taryan.
Se arrodilló.
El demonio lo marcó en el pecho y puso su sello sobre él, quemándole la piel; le confirió un género de vida que no se agota con los años, acrecentó su inteligencia, su destreza y su fiereza con sus hechizos, y lo revistió de su maldad y de su poder, pues tenía pensado dañar a través de él a toda la humanidad, por hechos que ya ni los dioses recuerdan, salvo Anup, que todo lo ve. Lo revistió con su armadura negra, como la noche sin estrellas, como la boca del túnel más recóndito de las entrañas de la tierra, con una espada negra que no se manchaba de sangre y un yelmo en forma de boca de serpiente, coronado por una única nota de color: una pluma de hierro blanco, que parecía siempre a punto de caerse pero que jamás se desprendía. Finalmente, le ordenó:
—Levántate, mata y come en mi honor.
Taryan así lo hizo, consumando la terrible orden del demonio: mató al sacerdote, aunque este, al verse atacado, había tratado de escabullirse; pero Taryan lo alcanzó, lo decapitó y, abriendo en canal su cuerpo, comió sus vísceras humeantes con sus propias manos, y bebió su sangre caliente, hasta quedar saciado, como una bestia con forma de hombre que llevara días sin alimentarse y se enfangara en las entrañas de su víctima, arrastrada por un hambre y una sed implacables.
Una nube negra atravesaba sus ojos. El demonio reía con suficiencia y orgullo. Puso entonces su mano negra y alargada sobre la cabeza de Taryan, y le impuso su espíritu, y le insufló el sueño de los condenados. Luego cayó desmayado junto al inmundo altar. El demonio lo tomó en sus brazos como si fuera una hoja arrastrada por la tormenta, y desaparecieron.
Desde entonces, la tribu de los Segures menguó, y vagó escondiéndose, siempre apartada del resto de los hombres, que fueron perseguidos sin descanso por Taryan y sus hordas de demonios. Pero siempre recordó la leyenda del gran hombre que cayó en la maldición de los infiernos a través de la desesperación y la venganza.
Una venganza que Taryan llevaría a cabo durante años y que sembraría el mundo de oscuridad.»
Buenos días! Yo le pondria Cancion de Somnia!
Me gustaLe gusta a 1 persona