Hacía frío, los rayos del sol apenas iluminaban pocos metros por delante de mí, el mundo a mi alrededor parecía un sueño, y yo vagaba meditabundo a la orilla del mar, sobre rocas, arena y espuma. Entonces apareció de repente ante mí, con su impulso vertical, como una flecha a punto de ser lanzada hacia el cielo, y la punta, otrora en llamas, apagada y triste.
El faro dormitaba ciego entre la neblina del amanecer.
Me sobresalté, hundido como iba en mis sombríos pensamientos. Aquella mole me sacó bruscamente de mi ensimismamiento, como un relámpago en pleno día. Yo iba perdido sin ver otro mundo más que el formado por mis propias ensoñaciones, pero aquel mastodonte blanco me obligó a parpadear y regresar a la realidad material.
Allí estaba, sobre el rompeolas besado por el repiqueteo incesante del océano. Allí se erguía, abalanzado, abandonado, como un amante esperando la llegada de su amada. Allí se alzaba, resistiendo siempre a las tempestades, y a las pálidas y ciclópeas olas, impertérrito, inmóvil. Más de cien años hacía que unos hombres cuyo nombre nadie recordaba, pero más valientes que ningún otro que hubiera existido, se habían enfrentado a la furia del mal tiempo y las aguas para construir un prodigio de la ingeniería que seguía soportando los embates acuosos como un continente cimentado en las raíces del mundo.
Con luz giratoria, cumplía su eterna función de avisar a los navegantes de la proximidad de la costa y los bajíos. Era un amigo en la noche o en las brumas, un compañero en el camino, un guía que conocía los peligros y ayudaba a huir de ellos. Sin embargo, me sorprendió que aquella mañana estaba apagado. Alguien debía de haber extinguido aquella luz perenne, que jamás dejaba de buscar un compañero en la inmensidad del piélago.

Extrañado e inquieto, me encaminé como pude hacia aquella aspiración humana al dominio de los elementos, internándome entre las olas que se estrellaban contra las rocas y explotaban en millones de gotas de espuma, elevándose hasta el cielo como un muro blanco. Me cubrí los ojos como pude y caminé torpemente, calado hasta los huesos. Pero en medio del espigón me detuve, paralizado. Quería seguir, mas no me atreví, porque jamás, ni siquiera entre mis sueños más extraños, había imaginado que vería lo que estaba observando. Allí, tendida sobre las rocas, como si estuviera tomando el sol ausente, descansando plácidamente, había una figura femenina casi desnuda. Apenas estaba vestida por un trapo que cubría sus pechos y otro que disimulaba las formas femeninas de sus caderas. Tenía el pelo castaño, luengo como una noche de tormenta de invierno, tejido de algas brillantes, y que le caía sobre los hombros y llegaba hasta el suelo, formando una mullida cama sobre la que se recostaba, impertérrita a pesar del golpeo de las olas, de la espuma y del frío de la mañana. Sus pies desnudos estaban recogidos bajo sus piernas, sentadas de lado, y su piel era broncínea como las arenas tostadas por el sol. Tenía la cara vuelta al cielo, con los ojos cerrados. Su quietud, su armónica belleza y su color dorado contrastaban fuertemente con el rugido de las olas, la caótica abundancia de espuma y la palidez del faro.
Saliendo de mi estupor, o quizás simplemente impelido por la humedad que entraba en mis poros, quise acercarme a ella, a aquella especie de sirena sin cola, que es como mi mente soñadora enseguida la calificó, y me puse en movimiento. No bien había levantado el pie del suelo, la joven me miró y pareció asustarse, pero no huyó. Yo me quedé petrificado, creyendo que había cometido una temeridad o una grave ofensa a causa de mi interés en ver más de cerca a aquella beldad, que acaso pretendía solamente disfrutar de unos minutos de soledad, aunque me costaba comprender por qué alguien se tumbaría en un lugar tan abrupto y con un tiempo tan desapacible. Entonces ella, notando mi confusión, cambió la expresión de su rostro y me habló desde la distancia:
– ¿Dónde vas tú, caminante perdido por la inmensidad del mundo?
– Solo caminaba, sin destino ni porqué. Me sentía vacío, inquieto, y me puse en camino -respondí, sacando a la luz de mis labios pensamientos que hasta entonces no había reconocido en la oscuridad de mi corazón, mientras me acercaba despacio, como atraído por una fuerza irresistible.
– Donde quiera que vayas, más allá del faro solo hay océano sin fin y abismos sin nombre.
– No parece el mejor camino -reconocí.
– No, salvo que quieras perderte para siempre -me replicó con una sonrisa.
– En realidad, vine porque me extrañó que el faro estuviera apagado -dije-, pero me detuve al verte.
– ¿Y qué viste?
– Eso me gustaría saber.
– ¿Acaso viste a un monstruo? ¿No viste a una mujer?
– Vi a una mujer, pero más hermosa de lo que jamás había visto, sin miedo a las olas, a su furia y al frío de la mañana invernal.
– ¡Vaya, tenemos a un poeta aquí! -respondió, sonriéndome con dientes blancos como la nieve y la mirada complacida-. No me lo pareciste, ahí plantado, mojándote como un tonto. Pero ahora has demostrado tener la lengua tan aguda como tus ojos mirándome.

Me sentí ruborizado, y un poco imbécil. Quise decir algo que me excusara, pero no encontré las palabras acertadas. En cambio, ella habló por mí.
– La mirada es el privilegio de los hombres. Los oídos son el sentido de los ciegos, y el olfato es más propio de los tiburones. Por mi parte, prefiero a los humanos. Me gustan los ojos que miran y los labios que agradan.
– ¿Quién eres? -pregunté, aunque no había terminado de decirlo cuando ya me sentía incómodo, creyendo que me había excedido en mi curiosidad, y que quizás no había entendido bien a la extraña, que continuaba allí, medio tumbada, impertérrita, sin miedo de mostrar la piel oscura que cubría su cuerpo.
– Soy el mar -replicó ella.
Me estremecí sin saber por qué.
– ¿Por qué está apagado el faro? -interrogué, sacudiéndome el escalofrío.
– Yo lo apagué -me contestó, con calma-. Quiero que todos vengan a mí.
– ¿Eres la muerte?
– Soy la muerte y soy la vida, soy la luz y soy la oscuridad, soy la playa limpia y sobre el abismo sin fin. Quédate y mírame hasta que tus ojos se pierdan.
– ¿Puedo sentarme a tu lado?
– ¡Claro! ¿Por qué no? Nunca he tenido compañía cuando tomo el sol bajo las nieblas del invierno.
Esto pareció complacerla, y se movió apenas para dejarme sitio, mostrando parte de sus encantos sin ningún pudor, atrayendo mi mirada. Su piel relucía húmeda por el efecto de las gotas que caían cuando las olas se levantaban.
– ¿Por qué no te gusta el faro?
Ella me miró extrañada.
– ¡Oh no! Los faros me encantan. Quedan muy bien como decorado cuando doy una vuelta por el mundo. Son lugares encantadores, siempre arrojados sobre las aguas, como centinelas que hacen guardia y desafían al poder de la tierra y del océano, sobreviviendo allí donde todos los demás sucumben. Pero a menudo me arrancan el preciado premio de mi titánica lucha. Por eso los apago cuando estoy cerca de ellos. Es mi pequeña venganza.
Yo no podía apartar la vista de ella, de sus ojos marrones, de sus labios de corazón, de su nariz algo regordeta, de sus dientes blancos, de su mentón anguloso y armónico, de su frente despejada, de su cuello largo y esbelto como una gran ola, de sus pies pequeños, de sus hombros finos, de sus manos esbeltas, de sus pechos pequeños y con pezones negros como la noche, de su vientre plano ni de sus caderas anchas. Era como la visión dorada de un oasis en medio de las dunas ocres a la luz sanguínea del atardecer.
– Nunca he visto nada igual -dije, sin escucharme apenas.
– Puedes mirar cuanto te plazca. Pero no durará mucho, ya corre la mañana y mi hora se acerca.
Entonces nos callamos y estuvimos mucho rato así, uno frente a otro, dejando que los minutos transcurrieran, mientras la niebla avanzaba, mientras las olas rugían.

Ella alargó su mano y me tocó el rostro, con una calidez y una delicadeza infinita, como si fuera el primer ser humano que veía, como si me hubiera encontrado enfermo y desvalido a la vera del camino y me hubiera acunado en su seno para sanarme.
– Hay tantas cosas que no puedo decirte -confesó-. Eres solo un hombre, y sin embargo en la pequeña nitidez de tu chispa se esconde el secreto entero de la creación. ¡Oh si pudieras comprenderme como yo te comprendo!
– ¿Qué quieres de mí? -pregunté.
Estaba absorto, ensimismado en ella.
– No quiero nada… y lo quiero todo.
– ¿Has venido a buscarme?
– En realidad tú me buscabas a mí. Es el vacío de tu interior lo que te ha traído hasta este lugar. El faro te ha guiado, incluso sin luz, como a un náufrago perdido en la inmensidad de la superficie, sobre una tabla rota. Tú sabías, sin saber, que debías venir a mí. Y yo sabía que venías. Este momento siempre nos estuvo reservado.
– ¡Eres tan hermosa!
– ¿Por qué alabas mi belleza? ¿Por qué te gozas en mi hermosura? No es más que la cárcel que me atrapa, el disfraz que me muestra a tus ojos, dando forma visible a mi terrible y, sin embargo, magnético poder. Pero si mantienes tus ojos fijos en mí demasiado tiempo, me seguirás a las profundidades, y allí se cerrarán para siempre, y ya no habrá más luz.
– Te seguiré, si eso significa estar siempre contigo. Entonces no me importaría. Llena mi vacío con tus aguas oscuras, como llenas mis ojos con tus belleza, y mis oídos con tus palabras.
– Pero tú eres un mortal y yo una diosa. No ha querido el Hado que podamos unir nuestros cuerpos eternamente.
– Entonces toma mi alma y hazla tuya. Pero no me apartes nunca de tu lado.
– ¿Y ya no habrá más faros apagados?
– No.
– ¿Ni habrá más paseos en la niebla?
– No los habrá.
– ¿Ni tampoco escalofríos bajo la espuma?
– Eso jamás.
– Entonces ven a mí y estaremos siempre juntos.
– ¡Siempre juntos! -exclamé, embargado por un sentimiento que no podría describir.
– Arrodíllate y adórame -me ordenó.
Me arrodillé ante ella. Puso la mano en mi cabeza y me condujo lentamente hasta su seno, y puso mi cara entre sus pequeños pechos, y sentí que caía, que caía, siempre hacia abajo. Ella plantó delicadamente un beso en mis labios, cubrió mis ojos con su luengo pelo tejido de algas brillantes; veía sus pupilas pegadas a las mías, apenas a un centímetro, mientras su lengua buscaba la mía y nos fundíamos más y más, y yo seguía cayendo, siempre cayendo, y ella estaba ahí, junto a mí, siempre cayendo…
Todo se apagó.
Me interné en las profundidades.
Llegué hasta el abismo sin nombre ni forma, donde mora el silencio, donde la luz jamás penetra, donde no hay rastro de humanidad, ni risas, ni alegría, ni recuerdos ni esperanza.
Perdí la noción del tiempo.
Yo también me apagué.
Pero no me fui. No sentí dolor ni miedo ni tristeza. Sigo aquí. En el faro apagado, en la niebla de la mañana, en el paseo de invierno, en el frío de la espuma de las olas, en las rocas del espigón.
Sigo aquí, siempre aquí.
Siempre juntos.
Entretejido con las algas de su luengo pelo.
Siempre juntos.