Me levanté una noche en mi casa vacía, porque oía un repiqueteo constante en el piso de abajo. Reconozco que estaba temblando, no sabía por qué. Con legañas en los ojos, y con un temor interno extraño, bajé las escaleras encendiendo todas las luces a mi paso. En ese momento, al asomarme a la puerta del salón, lo vi…
Fue solo un instante, fue solo un relámpago, pero me estremecí.
No sabría decir qué era, si un rostro infame, si una sombra monstruosa, si una innombrable deformación del aire, pero cuando me miró (sentí que me miró, no con los ojos de la carne) desde el fondo de la estancia, mi piel se erizó y mi mente sufrió una quiebra infernal, yéndose mi conciencia a esconder a la parte más recóndita de mi espíritu.
Caí al suelo.
Perdí la noción de todo.
Mis pesadillas fueron ardientes y demoníacas.
Aquellos ojos fantasmales me miraban fuera donde fuese, estaban siempre fijándose en mi desde los rincones, desde las ventanas, desde el fondo de los pasillos.
Por fin, desesperado, al borde de la locura, incapaz de soportarlo más, grité:
-¿Qué quieres de mí?
Y el fantasma de los ojos horribles y omnipresentes me replicó:
-Quiero tus recuerdos, quiero tu alegría, quiero tu esperanza. Lo quiero todo. Ríndete y piérdete en mis pupilas negras. No habrá nuevo día para ti.
-¿Cómo voy a darte lo que ya no es mío? Ella se lo llevó todo. No tengo alma para ti. ¡Déjame en paz, espectro de mi nostalgia!
Entonces me desperté. Estaba en la cama del hospital. Y mi cuerpo había revivido de la muerte milagrosamente