De pandemias y volcanes

Volcán de La Palma

Queridos Somnianos:

¡Vaya añito y pico llevamos!

En realidad, habría que decir dos años. Según informaciones que no están del todo confirmadas, pero a las que se puede dar cierta verosimilitud, la extensión del Coronavirus se detectó en China ya a principios del último trimestre del año 2019, lo que nos sitúa en torno a los meses de septiembre-octubre de 2019. Es decir, hace dos años. Por las fechas en que estamos ahora de aquel infausto año. Dicen que comenzó en Wuhan, populosa ciudad china. Según las autoridades asiáticas, en el mercado. Según voces disonantes, en un laboratorio, del que habría escapado, no sé sabe muy bien si con conocimiento o sin él de los responsables.

El Covid-19 (por eso se llama 19, obviamente) se ha llevado por delante en todo el mundo, según datos «oficiales» (nótese el uso de comillas), a más de 4,5 millones de personas. Este dato está extraído de Google a día veintisiete de septiembre. He aquí la prueba:

Sin duda, el Covid-19 nos afectó el año pasado, pero ha sido el 2021 el peor año, en términos globales. Sin embargo, estoy seguro de que, en la memoria de mucha gente, el año 2020 pasará a la historia como el «Año del Coronavirus». Y ello se debe a que, aunque surgió en 2019, en realidad fue en el 2020 en el que verdaderamente la crisis sanitaria explotó en el mundo entero.

No vamos a hacer ahora crónica de las muertes, de los meses en los hospitales, de los efectos secundarios, de las familias rotas de dolor, de los amigos perdidos… Pero si algo hay que destacar de la pandemia que nos ha golpeado durante casi dos años es que ha provocado en nosotros, en el mundo entero, una sensación, un estado de desgracia permanente. Hasta entonces estábamos seguros de que algo así era más propio de las películas o los cómics. Dicho de otra manera, nos sentíamos seguros. Pero en 2020 aprendimos que éramos tan vulnerables como los guionistas habían soñado que seríamos. Y creo que esto nos hizo perder toda la aparente seguridad que mostrábamos. Fue la pérdida de nuestra inocencia como sociedades avanzadas, de nuestra creencia estúpida en un poder invencible, el nuestro; en la superioridad inatacable de nuestra tecnología, incluso de algo tan intangible como nuestra ciencia. Y eso nos destruyó. Ahora somos sociedades débiles, que creen estar siempre al borde del colapso, que han perdido la fe en sí misma y los valores que hasta entonces las inspiraban (más mal que bien), aunque todo fuera una inmensa farsa que ni siquiera nosotros creíamos. Ahora, amigos míos, creemos estar viviendo un auténtico tiempo de crisis, de cambio, casi de fin de una era.

Muchos están tan confusos que incluso han perdido su fe en la ciencia, esa diosa moderna que parecía haber dado respuesta a todos los problemas y haber asegurado nuestro avance imparable hacia cualquier futuro.

Este estado de desgracia, esta depresión global, este descreimiento, se han acentuado con otros fenómenos, todos ellos perfectamente normales y asumibles de manera aislada, pero que, contextualizados y en su conjunto, han acrecido la sensación de acabamiento, de debilidad, de enfermedad, en la que todavía vivimos. Los talibanes han reconquistado Afganistán (por cierto, desde hace unos días ya a nadie parece importarle lo más mínimo). En la isla de La Palma ha entrado en erupción el volcán de Cumbre Vieja (que ya era vieja cuando le pusieron el nombre y que siempre fue un volcán activo, pero los hombres olvidamos rápido). Llegan rumores y avisos de debacle económica y bursátil desde Asia (de esa China que es como un monumento de cristal, tan deslumbrante y tan inconsistente, a pesar de que muchos vean en ella un formidable enemigo que conquistará el mundo, pero de cuyos datos reales nadie tiene conocimiento, porque, no lo olvidemos, se trata de la mayor y más terrible dictadura comunista que todavía subsiste en el mundo). ¿Alguien se da cuenta de que estamos en una de esas fases históricas en que nos parece que todo es negro y que cunde el pesimismo? Ya las alegrías e ilusiones de comienzo de siglo han desaparecido, si es que alguna vez existieron. Ahora nos preguntamos «¿Qué será lo siguiente?», convencidos de que no tendremos un día de paz, sino que una nueva desgracia vendrá pronto a turbar nuestras vidas.

Mientras esto ocurre, nuestras sociedades se debilitan, nos refugiamos en los miedos, que dan pábulo a demonios oscuros cuyo rostro todavía no podemos ver, y las junturas de nuestros países se resquebrajan, al ritmo en que nuestras vidas parecen penetrar y permanecer en un túnel oscuro. Habrá quienes, en tal tesitura, apostarán por la política, regresando a las ya caducas ideologías del siglo XX. Habrá quienes lo apostarán todo al un mal entendido epicureísmo. Habrá quienes se refugiarán en la fe, como si un refugio fuera algo malo, o como si los demás no buscaran refugio también en otras fes, ni tan seguras ni tan claras. Habrá quienes pretendan seguir como si nada, pero eso no será posible, no porque el mundo haya cambiado de manera radical, sino porque, en realidad, nunca es posible seguir como si nada (sería una nueva ilusión, un nuevo espejismo), y menos cuando hemos sido abatidos por el hacha del leñador.

En efecto, algo ha sucedido. Nuestro estado de desgracia no es un mero invento mental, no es un autoengaño, ni siquiera es un mecanismo de defensa psicológico. Pero ¿qué ha sucedido? Esto es lo más difícil de ver. Porque los hechos no siempre son claros, ni están a nuestro alcance; y la interpretación de los mismos no es tarea fácil, y puede estar contaminada por miles de influencias perniciosas. Nuestra propia capacidad para conocer la realidad está limitada, y se ve trastornada, cuando no directamente engañada, por lo que otros nos transmiten. El conocimiento humano siempre es colectivo, y sucesivo, de alguna manera. Yo conozco algo que sucede a miles de kilómetros de mi casa porque otra persona me lo cuenta. Y esta, a su vez, lo conoce y lo transmite porque alguien se lo cuenta. Solo quien está en primera línea de los hechos, que los ve directamente y en su propia carne, sabe cuáles son esos hechos. Todos los demás los conocen a través de una serie de personas intermedias; y ya sabemos lo que la intermediación produce en el mensaje y cómo puede llegar a transformarlo. Pero a veces ni siquiera las personas que están en primera línea de los hechos conocen de estos más que la superficie, más que una mera interpretación parcial de los mismos, puesto que nadie ha podido asistir a todas las infecciones de covid, todos los diagnósticos, todos los tratamientos, todas las muertes… ni siquiera en una pequeña ciudad. ¿Quién controla el mensaje? ¿Quién conoce los hechos? ¿Aquellos que controlan el poder, o aquellos que controlan las estadísticas? Pero tampoco las estadísticas son la verdad, no son los hechos. Toda estadística procede, en primer lugar, de alguien que anota un hecho y lo contabiliza. Una muerte por covid en un hospital necesita, por ejemplo, de un médico que certifique dicha muerte y su causa. Ahí comienza la estadística. Pero ¿quién controla a ese médico? ¿Quién sabe si el médico acierta en cada caso y cómo llega a ese conocimiento, a esa convicción profesional?

Así pues, nuestro estado de desgracia procede del bombardeo de millones de mensajes que colectivamente nos han ido minando y nos han mostrado una realidad ominosa, agresiva, que parece estar en nuestra contra, procedentes de múltiples fuentes, de millones de personas a la vez, a través de muchos canales, varios de los cuales están controlados por aquellos que parecen interesados (¿Lo están en realidad o esto también es una interpretación?) en que pensemos eso.

Y aquí seguimos, en nuestro estado de desgracia. El mundo parece sernos hostil, aunque en realidad no lo es más que en los siglos y milenios pasados. Siempre hubo erupciones volcánicas. Es más: la actual en España no es mayor ni más peligrosa que muchas otras del pasado. Siempre hubo pandemias. Es más: la actual no ha matado a más gente que otras del pasado, sino a menos y ha sido controlada más deprisa. Siempre hubo países sumidos en la guerra civil, y víctimas inocentes, y ejércitos despiadados, y tiranos. Es más: hoy en día somos más conscientes de ello, y sus crímenes son más difíciles de ocultar.

Entonces, ¿a qué se debe este estado de desgracia?

A nuestra debilidad mental, provocada por quienes quieren que seamos débiles, para que las cosas sigan siendo como son, y no sé la vuelta la jerarquía del poder.

Pero ¡ojo! No es todo cuestión de poder. No seamos reduccionistas, porque sería contradictorio e irreal (una irrealidad más). Hay mucho de humano en esta debilidad. Es nuestro estado natural. Siempre hemos visto la naturaleza más como un peligro que como una madre amorosa. Siempre hemos sido sanguinarios, incluso en los estados más civilizados. Siempre hemos estado amenazados por la ruina, porque nada hay más sensible, más frágil, que la prosperidad. Quizás por eso siempre pensamos que el pasado fue un tiempo mejor que el presente. Quizás por eso nos gusta tanto soñar con un «futuro mejor». Todo en lugar de quedarnos aquí, donde estamos ahora, y levantarnos, y luchar contra el miedo, y creer en nosotros mismos, contra toda esperanza.

Esto es lo peor de lo que veo a mi alrededor: el miedo.

Publicado por Somnia

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